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Siempre había sido una persona optimista. En los peores momentos de su vida, siempre mantenía la calma y la seguridad de que las cosas irían bien; eso lo había heredado de su padre, de él y de su Virgen del Rosario, por supuesto. Ella había asumido la función de ser la roca de la familia, la que mantenía la calma, la que decía lo que debía hacerse aunque en general esto le trajera problemas con sus parientes más queridos.
Sabía que la consideraban una vieja loca y gritona. Que la criticaban muchas veces a escondidas, pero que, seguramente, también admiraban su forma de ser.
Además, ¿cuántas veces había corrido en ayuda de tantas y tantas personas? Su corazón era blando, fácil de conmover por más. Piedra por fuera y miel por dentro. Así era ella.
¿Acaso no protegió tanto a esa loca de Ana Valerga? Inconsciente, casquivana –como la llamaban en el conventillo de la calle Alsina–, que con un hijo chiquito recién nacido y ¡soltera! había vuelto a las andadas para quedar nuevamente embarazada de ese viejo impresentable, italiano mal parido, que se aprovechó de ella con promesas de casamiento, que la usó y nunca le dio el apellido a ese chiquito. Fue su propio esposo el que le dio el suyo, para que al chico no lo señalaran con el dedo cuando fuera más grande y tuviera edad de ir al colegio.
Y la muy desagradecida, la muy inconsciente ¿no va y queda embarazada nuevamente del mismo viejo abusador y mentiroso a espaldas nada menos que de ella, que la había protegido? La había ayudado hasta dándole dinero sin que Salvador se enterase. Le cuidaba el hijo para que pudiera ir a trabajar al "Boi Morto", el almacén de sus paisanos, que la habían aceptado gracias a los pedidos y la insistencia de ella, a sabiendas de que no podía ni preparar un pan tostado sin que se le quemara. Y cuando tenía tiempo, en lugar de tratar de retribuirle de alguna manera ¿qué hacía? se iba a revolcar con el viejo chueco y retacón. Y para peor, le mentía, le decía que trabajaba horas extras, que había perdido el tranvía, que se había vuelto caminando para ahorrarse el valor del pasaje y no sabía cuántas excusas más, y todo para qué, para volver a arrastrarse, a serle la sierva, la querida, de ese vejestorio degenerado y abusador de mujeres.
Si hubiera sido por ella, le hubiera roto la cabeza de un palazo, lo hubiera esperado en una esquina y le hubiera dado tal paliza que el viejo desgraciado no olvidara en toda su vida. Pero no lo hizo.
"Tendría que haber nacido hombre" –pensó.
Incluso en varias ocasiones estuvo a punto de ir a buscar a la esposa, otra pobre mujer engañada, y contarle toda la verdad.
Por piedad, tampoco lo hizo.
Le pidió a Salvador que le hablara, que hiciera algo por esa chica. Pero el asturiano cabeza dura que tenía por marido nunca se metió.
"En realidad nunca se metió en nada ni se jugó por nadie" –pensó–. "Podría pasarle un tren por arriba y no movería un solo pelo".
Pero mientras lo pensaba, todavía de pie apoyada en el ropero de la habitación, recapacitó.
"No es cierto. Hace como que no ve, como que no oye, pero se preocupa por todo. ¿Acaso no es a mí a la que habla cuando estamos a solas? No lo hace porque para eso estoy yo. El muy desgraciado. Siempre fue mucho más inteligente que yo, siempre, él es la cabeza y yo la fuerza. Pero es un buen hombre, no habría manera de que me hubiera aguantado estos últimos diez años de no ser un buen hombre. Cambiándome las vendas dos o tres veces por día, y aunque malhumorado –porque a malhumorado no le gana nadie– puedo ver un gesto de amor en sus ojos. Debe ser terrible tener que cuidar a un enfermo tantos años, y peor que eso, aguantar a una persona con esta cabeza como yo. Ojala hubiese sido al revés" –pensó.
Y todo eso era verdad, tanto lo de la inteligencia como lo de la bondad. Ella lo conocía bien, tan bien como se puede conocer a alguien con el que se pasó toda una vida, tanto como se puede conocer a un marido al llegar a viejos aunque nunca se hubieran casado por iglesia como a ella le hubiera gustado hacerlo; también a él le hubiera gustado, aunque tampoco iba a admitirlo, nada más para no herirla, porque ella no podía hacerlo.
Ya se había casado una vez y había perdido el derecho de volver a casarse, aunque no hubiera convivido con ese hombre ni un año.
Pero Salvador, éste si era su marido, y ella ni siquiera le había podido dar un hijo porque había quedado inservible después de su primer y único parto. Salvador la había querido. A su manera, claro, que no era romántica ni cariñosa, pero si fiel; fiel hasta donde un hombre puede serlo.
"¡Joder! ¿Qué es la fidelidad sino cincuenta años de vivir con una persona?" –pensó.
Salvador tenía un corazón muy grande y sólo ella sabía lo sensible que era por dentro.
Cuando le dijo que quería pedirle a Ana que les dejara a Panchito, aprovechando que estaba embarazada nuevamente, vio cómo los ojos se le llenaron de lágrimas. Los dos querían ese chico como si fuese propio.
Y cómo no lo iban a querer así, si vivía con ellos, si era ella la que lo cuidaba todo el día y hasta el nene, que no tenía ni un año, prefería sus brazos antes que los de su verdadera mamá.
Ana nunca hubiera podido decirle que no a eso... le debía tanto... Además ¿Qué futuro le iba a dar? Para peor, embarazada nuevamente ¡Otro sin padre por el amor de Dios! ¿Cuántos hijos más va a traer al mundo esta inconsciente? ¡Dios le da pan al que no tiene dientes! Y yo sin poder darle un hijo a este hombre que tanto se lo merece. Gracias a él ya tenemos algo. Yo le dije que quiero salir de esta inmundicia y ya casi podemos hacerlo; en poco tiempo, si este nuevo trabajo sigue así de bien, nos vamos de este conventillo. Y si nos llevamos a Panchito con nosotros, quizás podamos seguir ayudando a Ana, para que pueda mantenerse sola con su hijo. ¡Pero a ese sí que no se lo cuido! Si lo llegó a cuidar, sabe Dios cuantos hijos más va a tener.

La tos volvió a sacudirla. Tragó el primer impulso pero no pudo contener los tres que siguieron y los soltó. Inmediatamente tapándose la boca con la mano izquierda, estiró el brazo derecho para agarrarse de la puerta y empezar a caminar.

 
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