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Y lo peor no era eso, ni la edad, ni las várices que ya tenía asimiladas, como una parte más de ella. Ni siquiera los dolores de espalda y de rodillas. No, nada de eso era para quejarse realmente, en definitiva cualquiera que tuviera setenta y nueve años, sin duda sentía los mismos dolores.
Lo peor era la cabeza; no llegaba a retener cosas que habían pasado hacía cinco minutos y muchas veces se encontraba repitiendo y repitiendo las mismas frases y preguntas; a veces se daba cuenta pero, en general, sabía que no era así.
Lo sabía perfectamente porque todos, en mayor o menor medida, terminaban enojándose con ella. Y se sentía culpable aunque no pudiera evitarlo.
"Seguramente es la venganza que desde algún lado me debe estar mandando esa vieja turca" –pensó.
Sin embargo, ahora era distinto. Sentía una inusual claridad en su mente, aunque no podía recordar los sucesos de los últimos días, o tal vez de los últimos tiempos. Sabía que si preguntaba algo, no iba a olvidarlo. Sentía una sensación similar a ésa, cuando después de espiar a sus vecinos a través de la cortina de gasa, tomaba la determinación de correrla, abrir las hojas de la ventana y asomarse a ella apoyada en el marco. Las siluetas que hasta el momento eran difusas e indefinidas tomaban su forma real con una claridad agradable a los ojos.
Cuántas horas había pasado asomada a esa ventana de su departamento del primer piso de Falcón y Varela. Culpa, sin duda, de las varices y las llagas, porque ella siempre había sido de andar afuera.
Le encantaba arreglarse y salir a pasear. Nunca hubo mujer más coqueta; jamás salía sin sus aretes y sus pulseras de oro, la medalla de la virgen con la cadena gruesa, y cuantos anillos tenía. A su ex nuera le había regalado casi todos.
Las alhajas siempre fueron su debilidad. En las joyerías del barrio la conocían, era cliente en varias de ellas y tenía buena reputación y buen crédito. Siempre hacía sus "negocitos" que consistían en entregar alguna cadenita o pendiente de oro y pagar la diferencia para llevarse algo semejante.
Salía a caminar por Rivadavia, entraba a las galerías y casi siempre compraba alguna cosa, no para ella, más bien para algún hijo o nieto.
Por donde seguro pasaba de regreso era por "La Torinesa", almacén y fabrica de pastas del barrio, donde vendían un jamón cocido que era casi tan bueno como el que hacían en su casa de niña. Compraba un pedazo de medio o quizás un kilo, no en fetas –para que no perdiera el sabor–, y se lo comía en trozos por las noches en su casa.
Y si la salida era después de buscar a Panchito del colegio, seguro que entraban en alguna confitería a tomarse un copetín con ingredientes antes de regresar a casa.
Pensar en el sabor de ese jamón le hizo recordar que tenía sed, la garganta seca le picaba. Tosió para aliviarla pero fue peor, le dieron más ganas de toser y tosió y tosió. Trató de taparse la boca, de ahogar el sonido para no molestar a su hijo que dormía con su mujer en algún cuarto cercano, pero no aguantó y volvió a toser repetidas veces.
Finalmente, pareció calmarse por un momento e intentó despertar a su marido. Dándole golpecitos en la espalda lo llamó:
–Salvador... Salvador –dijo, murmurando con voz ronca para no hacer ruido–. Tráeme agua, Salvador...
–¡Duérmete, mujer! –respondió él con un gruñido.
"¡Qué mal carácter!" –pensó–. "Cincuenta años con este asturiano malhumorado y no conseguí cambiarle el humor". Justamente ella, que era capaz de lograr que todos hicieran lo que mandaba, no había podido cambiarle el carácter a su marido.
Sonrió sola pensando en eso, pero la tos volvió y no era posible contenerla por más tiempo.
Tenía que levantarse fuera como fuese. Una y otra vez contuvo la tos... Corrió la sábana con su mano derecha y moviendo la cadera dejó caer el pie izquierdo al piso. Giró un poco más y la pierna derecha salió también de la cama. Ahora sólo faltaba incorporarse. Volteó el cuerpo sobre su lado izquierdo y apoyando el codo logró enderezarse un poco y con un envión, logró quedar sentada con ambos pies apoyados en el suelo.
"Ya casi estamos" –pensó.
Ahora sólo le faltaba pararse, pero la faena parecía toda una odisea. Se balanceó varias veces tratando de tomar impulso y casi lo logró; pero volvió a caer sentada en el lugar donde había estado. Nuevamente volvió a intentarlo, sólo que esta vez lo hizo con más determinación y finalmente con las justas lo logró.
Tardó un segundo en poder fijar el equilibrio ayudándose con una mano apoyada en algo que parecía ser la puerta de un placard.
"¡Ya está!" –pensó–. "Es increíble que hasta pararme sea un logro. Al menos todavía puedo hacerlo" –se dijo, y este último pensamiento la reconfortó.

 
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