El patrón, que tampoco entendía nada pero estaba realmente
furioso, sacó de su cintura el revolver y uno por uno los mató a todos; primero
a Jeremías, luego a la mujer y los niños cuando empezaron a chillar más fuerte y
finalmente al hombre atado.
Tambaleándose se quedó allí parado dolorido y ensangrentado, la
mirada fría pero ida; el revolver humeante en su mano derecha.
Esta imagen última me asustó; pensé -no sin razón- que estaba
haciendo mal las cosas y decidí volver a empezar.
Regresé a la imagen inicial: el hombre blanco parado, el negro
con el látigo, el otro atado, los dos ancianos portando faroles y la mujer con
los niños en el suelo.
Desde aquí, más tranquilo ya, comencé a pensar en otras
alternativas que me permitieran cumplir con mi intención de borrar aunque sea
sólo un acto de crueldad en el mundo.
Se me ocurrió que tal vez, si el patrón comprendiera lo que se
siente siendo esclavo, posiblemente abandonaría su violencia contra ellos y
quizá hasta abogara ante sus iguales por un trato mejor a los negros.
Entonces mantuve la escena como estaba pero coloqué al hombre
blanco dentro del prisionero y al prisionero en la piel del hombre blanco.
Hecho esto hice que por segunda vez la escena cobrara vida y,
desde mi escondite observé con mucha atención.
Jeremías, que seguía de pie esperando la orden de su amo, se
sorprendió grandemente al ver que este titubeaba.