También era negro, de contextura mediana, de alrededor de 25
años y vestido en forma similar al hombre del látigo -descalzo y con el torso
descubierto-.
Este hombre estaba brutalmente golpeado y abrazaba el tronco de
un árbol, inmovilizado, atadas sus manos con una soga.
Se encontraba de espaldas pero había girado la cabeza y miraba
con apenas una chispa de energía, al hombre blanco del revolver.
Me acerqué a él; la cara estaba visiblemente hinchada por los
golpes recibidos, uno de sus ojos estaba cubierto por un párpado amoratado; de
su nariz y boca salía una línea de sangre seca ya, pero en su pecho y hasta en
el suelo se notaban huellas de sangre derramada.
Me quedé mirándolo para desentrañar su mueca.
Había en su rostro mucho dolor, había pánico y desesperación y
miraba al dueño, expectante, tratando de adivinar qué le esperaba aún.
Me alejé de la escena y me situé en la oscuridad, bastante
detrás de la mujer; desde allí nadie podía adivinar siquiera mi presencia.
Entonces ordené a los actores actuar, pero no como era previsible sino de
acuerdo a las modificaciones que introduje.
La escena cobró vida.
Comenzaron a oírse las súplicas de la mujer:
-Por el amor de Dios, patroncito, no lo haga sufrir más; por
mis hijos...
Entonces el hombre blanco dio la orden:
-Vamos Jeremías, que no tengo toda la noche, terminemos con
esto...
Un ¡¡¡Noooo!!! desgarrador me congeló; la mujer no había
logrado piedad.
Lentamente, con un disgusto apenas disimulado, el negro levantó
el látigo y lo dejó caer con fuerza, mostrando que sabía hacer su trabajo.
En el instante que las puntas del látigo golpearon la espalda
del prisionero se oyeron dos gritos. El negro Jeremías soltó el látigo y se
apretó la mano que lo sostenía con la otra mientras miraba, aterrado, a su
patrón.
Éste había caído al suelo y se retorcía de dolor, la espalda de
su camisa limpia comenzó a empaparse de sangre fresca.