Me acerqué a observar su rostro, la piel estaba curtida por el
sol, tenía los ojos algo hundidos y las cejas muy frondosas, mirada entre huraña
y soberbia; líneas profundas enmarcaban una boca de labios finos y secos que
escondía -quizá por inservibles- debajo de un enorme mostacho.
Los pómulos, algo prominentes igual que la barbilla, le daban
un aspecto imponente, seguramente eran un hombre poderoso e imponía respeto.
Frente a él y en el lado opuesto de la escena, había otro
hombre. Éste era un robusto negro que parecía medir 2 metros; de 35 años más o
menos, su piel brillaba a la luz del farol. Estaba descalzo y sólo vestía un
pantalón ajustado que llegaba hasta debajo de sus rodillas.
En la mano derecha sostenía un enorme látigo cuyas puntas
descansaban en el suelo.
Su rostro decía muchas menos cosas que el anterior pero no
estaban escondidas, no había que buscarlas. Si fuera un caballo hubiera dicho:
sus hollares estaban dilatados, Dios me perdone, pero lo parecía. En su mirada
humilde pero desafiante se notaba la rebelión indignada y reprimida de su raza
junto con la conciencia de la esclavitud inapelable.
Dos ancianos, también negros, sostenían los faroles que
escasamente alumbraban pero que aún así sobraban.
Como única espectadora de este cuadro, una pobre mujer abrazada
a varios pequeños, estaba reclinada en el suelo en actitud de súplica
desesperada.
En el centro, hacia el fondo se encontraba el último hombre de
la escena.