Me apretó la mano y nos citamos para el siguiente día.
Fue puntual. Mientras esperábamos que principiase el ensayo, nos paseamos algunos instantes por el escenario. Hablábame de una manera grave y, sin embargo, amable y graciosa; pero era fácil conocer que hacía grandes esfuerzos para sostener la conversación y que algún otro pensamiento le dominaba. Nuestras lindas bailarinas y cantarines iban llegando poco a poco. Muchas veces le vi temblar y momentos hubo en que fue tal su emoción que tuvo que apoyarse contra un bastidor. Creí entonces adivinar que desgraciadamente estaría enamorado de alguna de nuestras deidades, suposición que su edad y su fisonomía hacía poco verosímil. En efecto, yo me engañaba. A nadie habló, a nadie se aproximó y a nadie conocía.
Principió el ensayo. Le busqué en la orquesta entre los aficionados, pero no le hallé, y aunque el teatro estaba escasamente alumbrado, me pareció distinguirlo en e palco de enfrente que contempló la víspera con tan profunda emoción. Y como quisiese cerciorarme al fin del ensayo, después del admirable terceto del quinto acto, subí a los palcos segundos. Meyerbeer me acompañó. Llegamos al palco cuya puerta estaba entreabierta y vimos al desconocido con la cabeza oculta entre las manos. Al entrar nosotros, volvióse de repente y se puso en pie: su semblante pálido estaba cubierto de lágrimas. Meyerbeer temblaba de gozo, y sin decirle una palabra, le apretó afectuosamente la mano, como dándole las gracias. El desconocido, tratando de reponerse de su turbación, balbuceó algunas palabras de agradecimiento y elogios tributados de una manera tan vaga y general, que conocimos claramente que no había oído la pieza y que hacia dos horas pensaba una cosa muy distinta de la música. Meyerbeer me dijo al oído con desesperación:
-El desdichado no ha oído ni una nota.
Bajamos los tres por, la escalera del teatro y al atravesar el hermoso y vasto patio que conduce a la calle Grange-Batelière, nuestro desconocido saludó al señor Sausseret, empleado en el despacho de billetes.
Pregunté a este sujeto si conocía a aquel joven, y me contestó:
-No sé más sino que se llama el señor Arturo, y que vive en la calle de Helder, número 7. Ha alquilado para este invierno un palco segundo de frente.
-¿El que ocupa ahora mismo!
-Sí, señor, el que ocupa de día, porque por las noches siempre está el palco vacío.
En efecto, en toda la semana no se abrió la puerta; el palco permaneció desierto y nadie se presentó en él.
Aproximábase, entretanto, la primera representación de Roberto y en tales días un pobre autor se ve abrumado de peticiones de palcos y billetes. ¿Creeréis, sin duda, que tiene tiempo de pensar en su pieza y en lo que deberá quitar o añadir en ella? Nada de eso. Es menester que conteste a las cartas y a las reclamaciones que de todas partes recibe, y las damas, sobre todo, son en ese día las más exigentes.
-Debía usted haberme reservado dos palcos y sólo he obtenido uno.
-Me había usted prometido un billete de primera fila y me ha dado usted uno de segunda.
-Me había usted prometido el número 10 al lado del palco del general, y me ha dado usted el número 15 al lado del de la señora D*** que no puedo tragar y que a todo el mundo carga con sus diamantes.
Un día de primera representación es un día en que se enfada uno con sus mejores amigos, quienes consienten en perdonar a usted algunos días después, si ha obtenido un buen éxito, pero que no hacen las paces en mucho tiempo si el resultado ha sido malo; de manera que queda uno mal con ellos y con el público. Jamás viene una desgracia sola.
En la mañana de la primera representación de Roberto tuve la desgracia de prometer a unas damas un palco, y digo que tuve la desgracia porque no conté con la huéspeda, esto es, con el director que dispuso de él para darlo a un periodista, y como le expresara mi justa queja, me contestó :
-Lo he dado a un periodista. ¿Comprende usted? un periodista... ¡que aborrece a usted!... pero que merced a este acto de política, hablará bien... de la música.
El argumento no tenía réplica, y sobre todo, el palco estaba ya dado. ¿Pero dónde colocar a mis lindas damas, cuyo enojo era por otro estilo para mí mucho más terrible que el del periodista?... Acordéme de mi desconocido y pasé a verle.
Su habitación estaba modestamente amueblada, demasiado quizá para un hombre que alquilaba en el teatro de la Opera un palco por un año.
-Caballero - le dije, - vengo a pedirle un gran favor.
-Hable usted.
- ¿Piensa usted asistir a la primera representación de Roberto.... en su palco?
Me pareció que se turbaba... y me contestó vacilando:
-De buena gana iría pero no puedo.
-¿Ha dispuesto usted del palco?
-No, señor.
-¿Quiere usted cedérmelo? Me sacará de un gran embarazo.
El suyo aumentaba por instantes; no se atrevía a negarme el favor que le pedía... Al fin, violentándose a si mismo, me dijo:
-Consiento, pero con la condición que no ha de llevar usted al palco más que hombres.
-Precisamente -exclamé,- se lo pido a usted para unas damas.
Guardó silencio por un instante.
-¿Entre esas damas hay alguna a quien usted ame?
-Sí, señor - le contesté con prontitud.
-En ese caso, puede usted ocupar mi palco. Así como así dejo hoy a París...
Involuntariamente hice un ademán de interés y curiosidad: él adivinó mis pensamientos, porque apretó mi mano entre las suyas y me dijo:
-Ya comprenderá usted que ese palco encierra para mi recuerdos queridos y muy crueles... que no puedo confiar a nadie... ¿De qué nos sirve quejarnos, cuando somos desgraciados sin esperanza... y cuando lo somos por nuestra propia culpa?