Un digno sacerdote, el presbítero don José Oro, hermano del obispo de aquel apellido, se encargó de mi educación. Me enseñó latín y geografía, y de nada se cuidaba más que de formar mi carácter moral y de instruirme en los fundamentos de la religión, y en los acontecimientos de la revolución de la Independencia, de la que él había sido actor. Creo deberle una gran parte de mis ideas generales, mí amor a la patria y principios liberales, porque era muy liberal sin dejar de ser muy cristiano. Aun antes de concluir mis estudios de latín, los sucesos políticos nos separaron, pues yo vivía con él.
En seguida entré de oficial de ingenieros a estudiar geometría, y cuando ya me hallaba en aptitud de continuar por mí solo en las operaciones para levantar el plano de la ciudad, que nos había encargado el jefe de la sección, un señor Barrau, me dejó solo, y el gobierno mandó suspender los trabajos, no creyéndome por mi corta edad capaz de desempeñarme con acierto, no obstante mis protestas. Era gobernador de San Juan, entonces, don José Antonio Sánchez, chileno, vecino de esta capital, donde reside actualmente. Este señor se empeño en mandarme a Buenos Aires al colegio de ciencias morales, a cuyo efecto vio a mi madre, quien se negó a admitir el ofrecimiento, porque yo quería absolutamente ir a reunirme al destierro con mi tío y maestro, el presbítero Oro, que me llamaba. Fui a donde él, y continué mis estudios hasta que llegó un enviado del gobierno de San Juan, este mismo señor Sánchez, que habla conseguido de mi madre su aquiescencia a su empeño y el de otros individuos, de costearme a sus expensas el colegio; todavía me negué, porque no tenía valor de dejar a mi tío, que dulcificaba las penas del destierro, la escasez y la soledad de un lugar salvaje, con mi Compañía y las diversas lecturas que hacíamos juntos, yo leyendo y él explicándome y comentando. Después llegó mi padre de un largo viaje, y ya no pude resistirme a las reiteradas solicitudes del gobierno. El día que llegué a San Juan, fue depuesta esta administración y se frustró todo.
Entonces entré en el comercio, donde continué mis lecturas, en que ocupaba buena parte del día. Un tío mío, el presbítero Albarracín, cura hoy de Ovalle, en Coquimbo, se contrajo a continuar mi educación religiosa, y durante año y medio, Sin la interrupción de un solo día, tuvimos conferencias desde las 9 de la noche hasta las 11, explicándome las Escrituras que leí íntegras con ese objeto, el dogma, la disciplina y la moral religiosa. A este otro de mis tíos, no menos liberal que el primero, debí el complemento de mi educación religiosa, que el Primero me había recomendado mucho.