Y, mientras todos los transeúntes acortaban el paso o se
detenían, inclinando la cabeza para orar, una anciana, que acompañaba a una
joven, pugnaba por abrirse paso entre la multitud, provocando grandes
protestas.
La joven, al oír las increpaciones que se les dirigían por
perturbar el rezo de las personas piadosas, quiso detenerse; pero la dueña la
obligó a seguir.
-¡Hija del demonio! -murmuraron cerca de ella.
-¿Quién es esa condenada bailarina?
-Es una pelandusca.
La joven se detuvo confusa.
Un arriero acababa de ponerle de pronto la mano en el hombro
para obligarla a arrodillarse; pero en aquel momento, un brazo vigoroso lo echó
a rodar por tierra. A esta escena, rápida como un relámpago, siguió un momento
de confusión.
-Huya usted, señorita -le aconsejó una voz suave y respetuosa a
la joven.
Ésta, pálida de terror, volvióse y vio un joven indio, de
elevada estatura, que, con los brazos cruzados, esperaba a pie firme a su
adversario.
-Por mi alma, estamos perdidas -exclamó la dueña, arrastrando
consigo a la joven.
El arriero, maltrecho a consecuencia de la caída, se levantó; pero no
creyendo prudente pedir cuentas a un adversario tan vigoroso y resuelto como
parecía ser el joven indio, dirigióse a donde estaban sus mulas, murmurando
inútiles amenazas.