-¡Miserable indio! -exclamó el mestizo, alzando el brazo en
actitud amenazadora.
Sus compañeros lo detuvieron.
-¡Andrés, Andrés, ten cuidado!- exclamó Milflores.
-¡Atreverse a empujarme un vil esclavo!
-Es el Zambo, un loco.
El Zambo continuó mirando al mestizo, a quien había empujado
intencionadamente; pero éste, que no podía contener su cólera, sacó un puñal que
llevaba en el cinturón, e iba a precipitarse sobre su agresor, cuando resonó en
medio del tumulto un grito gutural y el Zambo desapareció.
-Brutal y cobarde -murmuró Andrés Certa.
-No te precipites -aconsejó Milflores- y salgamos de la plaza.
Las limeñas se muestran aquí muy orgullosas.
Luego, el grupo de jóvenes se dirigió al centro de la
plaza.
El sol había desaparecido ya en el horizonte, y las limeñas,
con el rostro oculto bajo el manto, continuaban discurriendo por la plaza Mayor,
que estaba todavía muy animada.
Los guardias a caballo, apostados delante del pórtico central
del palacio del virrey, situado al norte de la plaza, hacían grandes esfuerzos
para mantenerse en su puesto en medio de aquella multitud bulliciosa. Parecía
que los industriales más diversos se habían dado cita en aquella plaza,
convertida en inmenso bazar de objetos de toda especie. El piso bajo del palacio
del virrey y el pórtico de la catedral, ocupados por un sinnúmero de tiendas,
hacían de aquel conjunto un mercado inmenso, abierto a todos los productos
tropicales.
En medio del ruido de la muchedumbre resonó el toque de
oraciones del campanario de la catedral, e inmediatamente cesó el bullicio,
sucediendo a los grandes clamores el murmullo de la oración. Las mujeres cesaron
de pasear y se pusieron a desgranar el rosario.