-¡Odio a ese hombre! -dijo Andrés Certa.
-¡No será por mucho tiempo! -respondió uno de los jóvenes.
-No, porque a todos esos nobles va a concluírseles pronto el
lujo, y hasta puedo decir a dónde van a parar su vajilla y las joyas de la
familia.
-Efectivamente, tú debes saber algo, porque frecuentas la casa
del judío Samuel, en cuyos libros de cuentas se inscriben los créditos
aristocráticos, como se amontonan en sus cofres los restos de esas grandes
riquezas; cuando todos los españoles sean unos mendigos como su César de Bazán,
llegará la nuestra.
-La tuya, sobre todo, Andrés, cuando te encarames sobre tus
millones -respondió Milflores-. Y ahora estás a punto de duplicar tu capital. A
propósito: ¿cuándo te casas con la hija del viejo Samuel, esa hermosa limeña que
no tiene de judía más que su nombre de Sara?
-Dentro de un mes -respondió Andrés Certa-, en cuya fecha será
mi caudal el mayor de todo el Perú.
-Pero -preguntó uno de los jóvenes mestizos-, ¿por qué no has
elegido por esposa a una española de alto rango?
-Porque desprecio tanto como aborrezco esa clase de gente.
Andrés Certa no quería confesar que había sido desdeñado por
varias familias nobles en las que había tratado de introducirse.
En aquel momento recibió un fuerte empujón de un hombre de
elevada estatura y algo canoso, cuya corpulencia hacía suponer que tenía gran
fuerza muscular.
Aquel hombre, que era un indio de las montañas, vestía chaqueta
parda, debajo de la cual se veía una camisa de gruesa tela y cuello alto que no
ocultaba por completo su pecho velludo; su calzón corto, rayado de listas
verdes, se unía por medio de ligas rojas a unas medias de color de tierra;
calzaba sandalias de piel de vaca e iba tocado con sombrero puntiagudo, bajo el
cual brillaban grandes pendientes.
Después de haber tropezado con Andrés Certa, lo miró
fijamente.