Cerca de la hermosa fuente levantada en medio de la plaza
Mayor, había un grupo de jóvenes, todos mestizos, que, envueltos en sus ponchos,
como manta de algodón de cuadros, larga y perforada con una abertura que da paso
a la cabeza, vestidos con anchos pantalones rayados de mil colores, y cubiertos
con sombreros de anchas alas hechos de paja de Guayaquil, hablaban, gritaban y
gesticulaban.
-Tienes razón, Andrés -decía un hombrecillo muy obsequioso,
llamado Milflores.
Este Milflores era una especie de parásito que padecía Andrés
Certa, joven mestizo, hijo de un rico mercader que había caído muerto en uno de
los últimos motines promovidos por el conspirador Lafuente. Andrés Certa había
heredado un gran caudal, que derrochaba en obsequio de sus amigos, de quienes, a
cambio de sus puñados de oro, sólo exigía complacencias.
-Los cambios de poder, los pronunciamientos eternos, ¿para qué
sirven? -preguntó Andrés en alta voz-. Si aquí no reina la igualdad, poco
importa que gobierne Gambarra o Santa Cruz.
-¡Bien dicho, bien dicho! -exclamó el pequeño Milflores, quien
con gobierno igualitario o sin él jamás habría podido ser igual a un hombre de
talento.
-¡Cómo! -añadió Andrés Certa-. Yo, hijo de un negociante, ¿no
podré tener carroza sino tirada por mulas? ¿No han traído mis buques la riqueza
y la prosperidad a este país? ¿Es que la aristocracia del dinero no vale tanto
como la de la sangre que ostenta sus vanos títulos en España?
-¡Es una vergüenza! -respondió un joven mestizo-. Vean ustedes,
ahí pasa don Fernando en su carruaje tirado por dos caballos. ¡Don Fernando de
Aguillo! Apenas tiene con qué mantener a su cochero y se pavonea orgullosamente
por la plaza. Bueno; ¡ahí viene otro, el marqués de Vegal!
Una magnífica carroza desembocaba en aquel momento en la plaza
Mayor: era la del marqués de Vegal, caballero de Alcántara, de Malta y de Carlos
III, que iba sólo al paseo por aburrimiento y no por ostentación. Abismado en
profundos pensamientos, ni siquiera oyó las reflexiones que la envidia sugería a
los mestizos, cuando sus cuatro caballos se abrieron paso a través de la
multitud.