Allí esperaba un caballo. Y el caballero,
llevándola en brazos, como se lleva a un niño dormido, montaba en
el brioso potro que corría a todo escape por el bosque. Los mastines del
caserío ladraban y hasta abríanse las ventanas y en ellas
aparecían rostros medrosos; los árboles corrían,
corrían en dirección contraria, como un ejército en
derrota, y el caballero la apretaba contra el pecho, rizando con su aliento
abrasador los delgados cabellos de su nuca.
En ese instante, el alba salía fresca y perfumada de su
tina de mármol llena de rocío. ¡No entres -¡oh
fría luz!-, no entres a la alcoba en donde Manón sueña con
el amor y la riqueza! Deja que duerma, con su brazo blanco pendiente fuera del
colchón, como una virgen que se ha embriagado con el agua de las rosas.
Deja que las estrellas bajen del cielo azul, y que se prendan en sus orejas
diminutas de porcelana transparente.