Aquella tarde, Manón había asistido a las
carreras. En la casa de Berta todos la quieren y la miman, como se quiere y mima
a un falderillo, vistiéndole de lana en el invierno y dándole en
la boca mamones empapados en leche. Todos sabían la condición que
había tenido en antes esa humilde costurera, y la trataban con mayor
regalo. Berta le daba sus vestidos viejos, y solía llevarla consigo
cuando iba de paseo o a tiendas. La huérfana recibía esas muestras
de cariño como recibe el pobre que mendiga la moneda que una mano piadosa
le arroja desde un balcón. A veces esas monedas descalabran.
Aquella tarde Manón había asistido a las
carreras. La dejaron adentro del carruaje, porque no sienta bien a una familia
aristocrática andarse de paseo con las criadas; la dejaron allí,
por si el vestido de la niña se desgarraba o si las cintas de su
"capota" se rompían.
Manón, pegada a los cristales del carruaje, espiaba por
allí la pista y las tribunas, tal como ve una pobrecita enferma, a
través de los vidrios del balcón, la vida y movimiento de los
transeúntes. Los caballos cruzaban como exhalaciones por la árida
pista, tendiendo al aire sus crines erizadas. ¡Los caballos! Ella
también había conocido ese placer, mitad espiritual y mitad
físico, que se experimenta al atravesar a galope una avenida enarenada.
La sangre corre más aprisa y el aire azota como si estuviera enojado. El
cuerpo siente la juventud y el alma cree que ha recobrado sus alas.