Por fin, llegamos a una puertecita por cuya cerradura se
filtraba un rayo de luz tenue. La puerta estaba atrancada por dentro, pero nada
resiste al dedo de los genios, y mi acompañante, entrándose por el
ojo de la llave, quitó el morillo que atrancaba la mampara. Entramos:
allí estaba Manón, la costurera. Un libro abierto extendía
sus blancas páginas en el suelo, cubierto apenas con esteras rotas, y la
vela moría lamiendo con su lengua de salamandra los bordes del candelero.
Manón leía seguramente cuando el sueño la
sorprendió. Decíalo esa imprudente luz que habría podido
causar un incendio, ese volumen maltratado que yacía junto al catre de
fierro, y ese brazo desnudo que, con el frío del mármol,
pendía, saliendo fuera del colchón y por entre las ropas
descompuestas. Manón es bella como un lirio enfermo. Tiene veinte
años, y quisiera leer la vida, como quería de niña hojear
los tomos de grabados que su padre guardaba.
Pero Manón es huérfana y es pobre: ya no
verá, como antes, a su alrededor, obedientes camareras y sumisos
domésticos; la han dejado sola, pobre y enferma, en medio de la vida. De
aquella vida anterior que, en ocasiones, se le antoja un sueño, nada
más le queda un cutis que trasciende aún a almendra, y un cabello
que todavía no vuelven áspero el hambre, la miseria y el trabajo.
Sus pensamientos son como esos rapazuelos encantados que figuran en los cuentos:
andan de día con la planta descalza y en camisa; pero dejad que la noche
llegue, y miraréis cómo esos pobrecitos imosneros visten jubones
de crujiente seda y se adornan con plumas de faisanes.