Berta entorna los ojos, pero vuelve a cerrarlos en seguida,
porque está la alcoba a oscuras. Los duendes, que ansían verla
dormida para besarla en la boca, sin que lo sienta, comienzan a rodearla de
adormideras y a quemar en pequeñas cazoletas granos de opio. Las
imágenes se van esfumando y desvaneciendo en la imaginación de
Berta. Sus pensamientos pavesean. Ya no ve el hipódromo, bañado
por la resplandeciente luz del sol, ni ve a los jueces encaramados en su
pretorio, ni oye el chasquido de los látigos.
Ya todo yace en el reposo inerme;
El lirio azul dormita en la ventana;
¿Oyes?, desde su torre la campana
La medianoche anuncia: duerme, duerme.
El genio retozón que abrió para mí la
alcoba de Berta, como se abre una caja de golosinas el día de Año
Nuevo, puso un dedo en mis labios, y tomándome de la mano, me condujo a
través de los salones. Yo temía tropezar contra algún
mueble, despertando a la servidumbre y a los dueños. Pasé, pues,
con cautela, conteniendo el aliento y casi deslizándome sobre la
alfombra. A poco andar, di contra el piano, que se quejó en si bemol;
pero mi acompañante sopló, como si hubiera de apagar la luz de una
bujía, y las notas cayeron mudas sobre la alfombra: el aliento del genio
había roto esas pompas de jabón. En esta guisa atravesamos varias
salas, el comedor, de cuyos muros, revestidos de nogal, salían gruesos
candelabros con las velas de esperma apagadas; los corredores, Ilenos de tiestos
y de afiligranadas pajareras; un pasadizo estrecho y largo como un
cañuto, que llevaba a las habitaciones de la servidumbre; el retorcido
caracol por donde se subía a las azoteas y un laberinto de
pequeños cuartos, llenos de muebles y de trastos inservibles.