Después de cenar rezamos el rosario, mi hermana lo lleva y los
demás contestamos, la llama de la vela lame las paredes encaladas bailando con
las corrientes de aire que van y vienen a sus anchas por las rendijas de
ventanas y puertas, me entra sueño. Rezamos al ángel de la guarda y nos
arrebujamos con las mantas, la lluvia golpea el techo de tejas y paja, en la
oscuridad fijo mi vista en el fogón que aún conserva el color rojizo de las
ascuas, el olor del pescado sigue impregnándolo todo.
Algo mas lejos el sonido seco de las olas rompiendo en el
malecón me lleva en volandas hacia las aguas turbulentas y oscuras que vuelven
al mar y me siento parte de él diluyéndome en la profundidad envolvente, en el
silencio eterno.
Por la mañana, aún temprano, mi hermana ayuda a mi madre a
abrir las ventanas y las puertas de par en par, la luz del Mediterráneo ha
borrado la tormenta y todo brilla y resplandece con la intensidad del reflejo de
las aguas y el azul infinito del espacio que se pierde en el horizonte. Mi madre
riega varias hileras de geranios plantados en latas de tomate y tiestos de
diferentes tamaños que se alinean en una pequeña acera de baldosas viejas
colocadas directamente sobre la arena de la playa adornando la entrada de la
casa.