Nos servimos pequeños racimos de boquerones fritos que llevamos
calientes a la boca acompañados de pedazos de pan. Mi madre nos pone un dedo de
vino tinto a cada uno echándolo por la parte ancha del porrón y nosotros
terminamos de llenar el vaso bautizándolo con la jarra del agua.
No está mi padre esa noche en casa, a esas horas viajará
encaramado en el gran monstruo de fuego y vapor que cruza las llanuras y los
montes incansable, engullendo pasajeros y mercancías y vomitándolos en
estaciones de postín con muchas luces, olor a café, trasiego de coches y carros,
risas y carreras de los que llegan tarde y también en apeaderos surgidos de la
nada en las estepas de Castilla, en los recodos de la montaña, con una macilenta
bombilla y uno o dos tristes labriegos que tienen que ir a la ciudad y sujetan
entre sus manos la cesta con el queso y el chorizo para la jornada, o la gallina
viva para pagar algún entuerto.
Mi padre estará toda la noche atento a la vía, fijando su
atención mas allá de la luz que los faroles de la máquina proyectan sobre los
raíles. Vigilando la presión de la caldera, ayudando al fogonero a mantener el
fuego con paletadas de briquetas que rebosan el Tender. De vez en cuando comerán
un trozo de pan con tortilla o chorizo, de vez en cuando echarán un trago de
agua, y también de vez en cuando subirán los ojos brevemente hacia el cielo
nocturno cuajado de estrellas.