En los momentos en que escribo estas líneas vive todavía, cuidando, a la edad de ochenta años, a su marido más joven que ella, pero consumido por el uso de las bebidas. Tía querida Yo os perdono que me hayáis hecho vivir, y siento en el alma no poder devolveros en vuestra vejez los desvelos que os costó mi infancia. Vive también mi amiga Jaquelina, sana y robusta. Las manos que abrieron mis ojos al venir al mundo podrán cerrarlos cuando le abandone.
Antes de pensar sentí: tal es el destino común de la humanidad, que experimenté yo más que otro alguno. Ignoro cuánto hice hasta la edad de cinco o seis años; no sé cómo aprendí a leer; sólo recuerdo mis primeras lecturas y el efecto que en mí causaban: desde este punto juzgo que empieza sin interrupción la conciencia de mí mismo. Había dejado mi madre algunas novelas, que leíamos por las noches después de cenar mi padre y yo; al principio lo hacíamos con el único objeto de adiestrarme en la lectura con ejercicios agradables; pronto, empero, creció el interés de tal manera, que nos pasábamos las noches en claro leyendo alternativamente sin descanso, sin que nos fuera dable abandonar el libro hasta su conclusión. A veces mi padre, al oir el canto matutino de las golondrinas, me decía como avergonzado: "Vamos, vamos a acostarnos, soy más niño yo que tú".
Por medio de este peligroso método adquirí en breve tiempo no sólo una extraordinaria facilidad en leer y en escucharme, sino también un conocimiento, sin par a mi edad, sobre las pasiones. Cuando carecía aún de todo conocimiento de las cosas, estaba ya familiarizado con todos los sentimientos. Cuando aún nada había concebido, ya lo había sentido todo. Estas confusas emociones que experimentaba sucesivamente en nada modificaron seguramente mi razón, puesto que carecía de ella; pero formaron mi inteligencia de tal suerte, que concebí acerca de la vida humana ideas extrañas y románticas, de las que a pesar de la reflexión y la experiencia, jamás pude desprenderme por completo.