https://www.elaleph.com Vista previa del libro "Los cien días" de Joseph Roth (página 3) | elaleph.com | ebooks | ePub y PDF
elaleph.com
Contacto    Martes 21 de mayo de 2024
  Home   Biblioteca   Editorial   Libros usados    
¡Suscríbase gratis!
Página de elaleph.com en Facebook  Cuenta de elaleph.com en Twitter  
Secciones
Taller literario
Club de Lectores
Facsímiles
Fin
Editorial
Publicar un libro
Publicar un PDF
Servicios editoriales
Comunidad
Foros
Club de lectura
Encuentros
Afiliados
¿Cómo funciona?
Institucional
Nuestro nombre
Nuestra historia
Consejo asesor
Preguntas comunes
Publicidad
Contáctenos
Sitios Amigos
Caleidoscopio
Cine
Cronoscopio
 
Páginas 1  2  (3) 
 

La flor de la casa real era la lis virginal e inaccesible. Ahora centenares de lises de tela y de seda se marchitaban abandonadas y sucias entre el barro negro de la calle.

Los colores del Emperador eran: azul, banco y rojo; azul como el ciclo y la lejanía; blanco como la nieve y la muerte; rojo como la sangre y la libertad. Ahora se veían en la ciudad miles de hombres con Cintas tricolores en las chaquetas y en los sombreros; y en ver. de la casta y orgullosa flor de lis, llevaban la más modesta de todas las llores, la violeta.

Esta es un flor modesta y valiente. Posee las virtudes del pueblo que permanece en la sombra. Florece, casi desconocida, en la umbrosidad de los grandes árboles y con una audacia modesta y digna saluda, la primera entre todas las flores, a la primavera. Su color azul oscuro recuerda al vaho matutino antes de la salida del solo a los vapores vespertinos del anochecer. Era la flor del emperador. Por eso se la llamaba «el padre de la violeta».

Ahora, miles de hombres del pueblo y de los suburbios de París, se acercaban al centro de la ciudad, en dirección al palacio, todos ellos engalanados con violetas. Faltaba un día para el comienzo de la primavera, era un día desagradable. ¡Qué melancólicamente se anunciaba la primavera! Pero sin embargo la violeta, la más valiente de todas las flores, se abría ya en los bosques, junto a las puertas de la ciudad. Daba la impresión de que el pueblo de los suburbios llevara la vibrante y vital primavera a la ciudad de piedra; al palacio de mármol. Los frescos ramilletes de violetas se veían ondear azules en la punta de los bastones, alzados como banderas por los hombres, entre los tibios y abultados senos de las mujeres, en los sombreros y gorros agitados en alto, en las manos de los obreros y artesanos que saludaban, en las espadas de los oficiales, en los tambores y en las trompetas. Al frente de algunos grupos marchaban los tambores del antiguo ejército imperial. Tamborileaban las antiguas canciones de combate sobre los vicios cueros de ternera, hacían revolotear los palillos en el aire, como esbeltos pajaritos, y volvían a recibirlos en las manos paternalmente abiertas. Al frente de otro grupo o confundidos en él; marchaban los viejos trompeteros del antiguo ejército y de voz en cuando embocaban las trompetas y soplaban los viejos gritos de guerra imperiales, los melancólicos y sencillos gritos de la muerte y de la victoria, que recordaban a cada soldado su juramento de morir por el Emperador y también el último suspiro de la mujer amada en el momento de la despedida. En medio de la muchedumbre y llevados en hombros pasaban los viejos oficiales del Imperio. Ondeaban por encima del oleaje de cabezas, como banderas humanas. Habían desenvainado sus espadas y en set punta agitaban. sus sombreros como pequeñas banderas negras; adornados con escarapelas tricolores. De cuando en cuando, como si él grito tantas veces repetido no oprimiera ya los pechos, mujeres y hombres, clamaban: «¡Viva Francia! ¡Viva el Emperador! ¡Viva el pueblo! ¡Viva el padre de la violeta! ¡Viva la libertad! ¡Viva el Emperador!» Y una vez más: «¡Viva el Emperador!... A veces en medio de un grupo, algún entusiasta empezaba a Cantar. Cantaban las antiguas canciones de los veteranos, canciones de viejas batallas que ensalzaban la muerte heroica; era la confesión del soldado que no tiene tiempo para la última absolución; su amor a la vida y a la muerte, canciones en las que resonaban el paso de los regimientos y el chisporroteo de los fusiles. De repente alguien entonó el himno mucho tiempo silenciado, se elevaron los compases de la Marsellesa y millares de voces lo corearon. Era el canto de la libertad y de la obediencia. Era la canción de la patria y del mundo. El grito de guerra del Emperador, como la violeta era su flor, como el águila su emblema, corto el blanco, azul y rojo sus colores. Ennoblecía la victoria y confería gloria incluso a las batallas perdidas. Anunciaba el triunfo y también a su hermana, la muerte. Llevaba la desesperación y la confianza. Quien modula la Marsellesa se siente el compañero y amigo de las muchedumbres a quienes pertenece este himno. Y quien la entona en común con la multitud siente su eterna soledad, no obstante estar rodeado por aquélla. Pues la Marsellesa proclama el triunfo y la caída, la comunidad con el mundo y el abandono de cada ser, el poder falaz del hombre y su impotencia; es el canto de la vida y de la muerte. Es la voz del pueblo de Francia.

¡Cómo se cantaba el día del retorno de Napoleón!

 
Páginas 1  2  (3) 
 
 
Consiga Los cien días de Joseph Roth en esta página.

 
 
 
 
Está viendo un extracto de la siguiente obra:
 
Los cien días de Joseph Roth   Los cien días
de Joseph Roth

ediciones elaleph.com

Si quiere conseguirla, puede hacerlo en esta página.
 
 
 

 



 
(c) Copyright 1999-2024 - elaleph.com - Contenidos propiedad de elaleph.com