-¡Basta! -enfatizó su voz- ¿A qué has venido?, ¿a entrevistarme
o.?
-Está bien. No te exaltes -traté de calmar su cólera.
-Entonces empecemos.
-¿Empezar qué?, digo, está bien.
Linda se despojó del traje, especie de toga
que los romanos usaban, y quedó con la prenda negra que las mujeres utilizan
para ceñir los pechos. Entre tanto, yo, después de quitarme la camisa, me desbrochaba la correa e, inopinadamente,
oí la voz de Roberto.
-¡La policía!, ¡la policía!
-¿Cuántos años tienes? -me preguntó Linda.
-Voy para diecisiete.
-¡Diablos! Aún eres menor de edad.
No supe qué hacer, los nervios me
inmovilizaron, y me quedé como quien espera resignado el castigo. «¿A qué diablos vine?», pregunté para mis adentros. Linda abrió la puerta y
me advirtió:
-Al baño. Sí, entra al baño. Ahí encontrarás una puerta secreta que
te conducirá al sótano.
Corrí más veloz que un cobayo. Cuando abría
la puerta vi a Juan salir descalzo, pantalón en la mano. Corrió, retrocedió, no supo dónde cobijarse. Se desorientó
mi amigo.
-¡Juan, aquí! -lo llamé.
Ambos descubrimos la puerta secreta, bajamos
las gradas, y encontramos sillas, mesas. ¡Ah, qué susto
nos llevamos!