Ya las tinieblas han consumido la luz del
día, ya los parajes de la altiplanicie se han obscurecido, y el legendario lago
ya no mostraba su belleza; en tanto, el cielo se mantenía colmado de nubes
lúgubres. Nosotros nos hallábamos dentro de la "combi" que rodaba rumbo a
Salcedo. A través de la ventana avisté el Titicaca y noté que todo era tétrico.
Más adelante nos topamos con el desvío y viramos hacia Salcedo. Faltaban escasos
minutos para arribar a "La Pampa". Roberto nos arengaba a cada instante y
nos daba algunos trucos.
-Aquí es, chicos -dijo apenas que el carro se
detuvo al frente de un edificio de dos plantas. Fue él en apearse primero, luego
seguimos nosotros. Y continuó hablando-: Este es "La Pampa", muchachos, de la
que les hablé sin número de veces. Escúchenme bien esta última
advertencia: Actúen como varones.
Entramos en un zaguán muy bien exornado. Ahí
estaban ellas, sentadas, algunas parecían dormir. Hablaban sin pelos en la lengua, sin pudor. Todas
se encontraban semidesnudas.
Eran de diferentes portes y colores: blancas,
morenas, hasta rubias, como alguien dice: para todos los gustos. Pero en común
todas eran atractivas, con esos pechos erguidos que sobresalían, esos muslos provocativos que a cualquier varón
le cimbreaban las hormonas.
Roberto saludó a todas ellas. Él ya era un cliente perpetuo. Y nos presentó a
cada uno de nosotros.
-Chicos, llegó la hora -exclamó Roberto-. Todos a ponerse las pilas... Tú,
Mario, con Mirla.
-Este. yo. -balbució Mario.
-No hay lugar para reclamos.
Mirla -con unas caderas que, con una movida,
destrozaba a cualquier varón- llamó a mi compañero; él se acercó trémulo, y se dirigieron hacia un cuarto relativamente pequeño. Antes de
entrar, Mario nos miró.