Así fue como esperamos nueve días con sus
noches, y al fin llegó el jueves. Todos acudimos al lugar fijado, preparados
para cualquier sorpresa, como quienes se marchan a la guerra. Sin embargo,
Roberto demoró como quince minutos y arribó concentrado en una guapa universitaria que había venido en
la misma "combi".
Después de explicarnos los percances de
aquella tarde, Roberto aún permanecía sentado en el banco de cemento, junto al
teléfono público. De ahí fijaba la mirada en dos atractivas muchachas que
realizaban una llamada. Parecían cimbrearse sus hormonas, y yo sospechaba que él las
deseaba.
-Mañana el encuentro es en este mismo sitio. Hasta la vista -se
despidió Roberto.
Se marchó rumbo a "Búfalo" -centro gimnástico
más grande de la ciudad- para seguir con los ejercicios acostumbrados que le permitían mantenerse
en forma.
Al día siguiente, yo leía sentado a la mesa
en la tercera planta de la biblioteca Central, ya en horas vespertinas. Luego
retiré la mirada de las hojas impresas y columbré, a través de los vidrios
diáfanos, el lago sagrado de los incas, en cuyas aguas surcaban unos viejos
veleros. Salcedo, que más tarde sería testigo de la "operación" que íbamos a
llevar adelante, yacía en las faldas de lomas y colinas, con sus edificios de
hierro y cemento. Eché una mirada a la pantalla del reloj que llevaba en la
zurda: restaban diez minutos para la concentración en la puerta de la
Universidad, y de ahí íbamos a partir hacia Salcedo para consumar el plan de
Roberto. Entonces fui al lugar fijado. Aún no habían llegado y eso me molestaba;
todos debían estar a la hora. Pasados como diez minutos, apareció entre
el gentío Marcos, otro aficionado.
-¿Qué tal los
ánimos? -pregunté al recién llegado.
-Más o menos -me respondió mientras tornaba
la cabeza para avistar el majestuoso lago, y exclamó-: ¡Belleza! ¡Belleza! ¡Belleza le sobra
a Titicaca!