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Necesitamos seis horas para llegar desde el lugar de emplazamiento de nuestro campamento a 2.582 ni de altura hasta el lecho del río Blanco a 2.368 m, a través del bosque y salvando peñascos. Todos contemplamos con curiosidad expectante el cauce del río, cuyos imponentes depósitos de cantos rodados invadidos por matorrales de varios años permitían adivinar antiguas avenidas de piedras y barro, si bien indicando al mismo tiempo que en los últimos años no habían acaecido tales catástrofes. Ora abriéndonos camino a través de la maleza, ora vadeando el río con el agua hasta las rodillas, tratamos de remontar la corriente. Es muy natural que no lográramos avanzar de este modo con nuestros dieciséis cargadores. Hacia. las dos de la tarde aparecieron nubes sobre la angosta garganta y a poco comenzó a llover. Completamente empapados buscamos un lugar algo elevado respecto al río donde establecer el campamento nocturno, pues no era aconsejable seguir remontando un arroyo desconocido con ese tiempo. El lecho de sólo seis a ocho pasos de ancho, flanqueado por escarpas tan empinadas, no ofrecía en largos tramos ningún lugar donde ponerse a salvo en caso de una repentina creciente. Por otra parte, era imposible trepar las escarpas. El 2 de abril reanudamos nuestra peregrinación por el río. A menudo, el lecho era llano y de fácil acceso, pero entonces debíamos optar por abrirnos camino a través de la vegetación de las orillas o bien seguir la marcha en medio del agua. Las montañas a ambos lados eran cada vez más altas y abruptas. Pronto tropezamos con las cascadas cuyo cruce nos demandó muchas horas. Debimos recurrir a las cuerdas para ayudar a subir por las rocas lisas el equipaje, a los hombres y hasta el perro. Hacia mediodía alcanzamos una escarpa de unos diez metros de alto, donde fracasaron todos nuestros esfuerzos. Igualmente inútiles resultaron los intentos repetidos el 3 de abril y no fue sino el día 4 cuando logramos subir, después de haber afirmado la víspera las sogas a las rocas y abierto picadas entre la maraña. Por ellas, el lecho del río parecía de más fácil transitabilidad, pero se hacía cada vez más angosto, en tanto las rocas eran más altas y escarpadas, de manera que acabamos por vagar como entre muros verticales. El arroyo era quizá de unos cinco a siete metros de ancho, en tanto la luz en lo alto de las escarpas de 265 a 300 metros de altura sería a lo sumo de unos 50-60 m. Finalmente, una cascada de veinte metros de altura que se precipitaba sobre rocas lisas obstaculizó definitivamente nuestro avance. Sin pérdida de tiempo resolvimos emprender el regreso y ese mismo día logramos llegar a nuestro antiguo campamento nocturno en la Loma de los Osos, desde el cual habíamos descendido hasta el río Blanco. |
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En las montañas volcánicas del Ecuador
de Wilhelm Reissen
ediciones elaleph.com
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