Henos ya en el llano; pero el término de nuestra marcha se halla todavía muy lejos de nosotros, lo menos mil pies más abajo. Deteniéndonos sobre una especie de promontorio que avanza en ángulo saliente sobre el valle, abarcamos toda su superficie hasta una distancia de muchas leguas. Dicha superficie es llana como la que la domina, y fijándose más detenidamente podría imaginarse que era una parte de esta última que se había hundido en la corteza terrestre para aproximarse a un poder fecundante cuya influencia no llega a la región más elevada.
El valle tiene diez millas de anchura. Las escarpaduras que le circundan, no permiten su acceso sino por algunos puntos. Todas son de una altura igual; se confunden entre sí formando pendientes, y sus flancos rugosos, cuyo agreste aspecto contrasta con el de los alegres espacios que parecen desplomarse, nos sugieren la idea de un magnífico cuadro metido en un severo marco de encina.
El riachuelo que atraviesa el valle no discurre por él en línea recta; multiplica sus revueltas como para retardar el momento de abandonar aquellos lugares deliciosos. La perezosa lentitud de su curso, las sinuosidades que describe, prueban la escasa pendiente de su lecho. Sus riberas están pobladas de árboles, pero de un modo irregular, pues tan pronto las sombrea apenas una franja de verdura como las rodea una espesa masa de matorrales; en otras partes el césped de las orillas desciende hasta el nivel del agua.
A trechos se agrupan hermosos árboles formando bosquecillos de distintas figuras; circulares, oblongos, ovalados, o afectando la elegante curva de los cuernos de la abundancia que se dibujan en nuestros jardines. Las frondosas copas de los árboles aislados prueban que se han desarrollado a su gozo y capricho. Parece que se tiene delante un parque trazado por la mano del hombre, en el que se ha cuidado que la vegetación le adorne sin ocultar ninguna de sus bellezas.
Este parque podía hacer suponer la existencia de un palacio, de una mansión señorial; pero nosotros la buscaríamos en vano. No se ve ni siquiera el humo de una chimenea. Ningún ser humano aparece en aquel selvático paraíso. Manadas de gamos vagan por sus espesuras; el majestuoso danta descansa a la sombra de tupidos follajes, pero ninguna huella de hombre. Tal vez sus pies no han hollado jamás...
¡Detengámonos! Cerca de nosotros se encuentra alguien que, si le interrogamos, nos describirá toda la comarca; escuchémosle.
-Este valle es el de San Ildefonso. Tan desierto como parece, fue habitado en otro tiempo por hombres civilizados. Estos montecillos irregulares que ocupan el centro y que están cubiertos de maleza, son las ruinas de una ciudad grande y floreciente. En ella había un presidio sobre el cual ondeaba el pabellón español. Una misión de jesuítas estaba instalada en un vasto convento, y ricos mineros y hacendados que poseían inmensos dominios se hallaban establecidos en sus alrededores. Una población activa y laboriosa animaba esos lugares ahora abandonados y solitarios; el amor, el odio, la ambición, la avaricia, la venganza, todas las pasiones se agitaron aquí como en todas partes. Los corazones en que vivieron hace mucho tiempo están helados: las acciones que provocaron no fueron escritas en los anales de los pueblos y si su memoria se conserva, es únicamente porque se transmitieron en leyendas que tienen menos de historia que de novela.
¡Pero esas leyendas no datan de más de un siglo! Hace un siglo, desde la cumbre de la sierra Blanca se hubiera divisado no sólo la colonia de San Ildefonso, sino también ciudades, villas, aldeas, allí donde hoy no queda el menor vestigio de civilización. Los nombres mismos de esas poblaciones se han olvidado y su historia ha quedado sepultada entre los escombros.