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A vuestra merced que tira la piedra y esconde la mano

Sentiría mucho que tan grave personaje se corriese de que le llamo merced: ya sé que a ratos es casi Excelencia, a ratos Señoría y a ratos vos; todo esto, batido a rata por cantidad, le viene de molde una merced muy reverenda, que también sabe vestirse deste título. Demonio es el señor Pedrisco de Rebozo, Granizo con Máscara, que no quiere ser conocido por quien es, sino por honda, que ya tira chinas, ya ripio, ya guijarros, y esconde la mano, y es conde y marqués, y duque, y tú, y vos y vuestra merced. Yo, que veo conjurar las nubes que apedrean los trigos y las viñas, viendo cuánto más importa guardar [de] la piedra la justicia, el gobierno, los ministros y el propio Rey nuestro señor como heredad donde se deposita todo el bien del mundo y toda la defensa de la Iglesia, he determinado conjurar a vuestra merced, señor Discurso Tempestad, tan inclinado a la pedrea que creo que ha tirado hasta las piedras que están en las vejigas.» Tiene vuestra merced tan empedrado cuanto se ordena, y tan apedreado, que me es forzoso darle a conocer y advertirle que, pues tiene el tejado de vidrio, obedezca la cola del refrán, que vuestra merced es el solo remedio que elijo y escojo para esto. ¡Qué fue de ver a vuestra merced, Excelencia, tú y Señoría, cuando se bajó la moneda, disparando chistes, malicias, concetos, sátiras, libelos, coplillas, haldadas de equívocos (si baja, no baja, y navaja, y otras cosas deste modo), motetes de las alcuzas y villancicos de entre jarro y boca de noche! ¡Qué morrillos no disparó como un trabuco, cuando vio tratar de descubrir minas! No sé si después que se formó la Junta sobre esto está más bien con el arbitrio, pero antes decía: «El intento más descubrirá necesidad que oro; tan gran monarquía no ha de mendigar el polvo de los ríos y examinar la menudencia de las arenas.» De segunda pedrada decía vuestra Excelencia que Tajo, Duero, Miño y Segre tienen oro en los poetas, como los cabellos de las mujeres, y que el que se halla es a propósito para hablillas, no para socorros; que no se había de admitir que diferentes vagamundos anduviesen sofaldando cerros. Escondía vuestra merced la mano en tirando este nuégado, sin advertir que no solamente se hizo en Roma esta diligencia, como se lee en Tácito, «sino que, fiados en la multitud del oro que esperaban, gastaron el que tenían», lo que no ha sucedido ahora. Pues, ¿quién duda no sólo que es lícito el bucarle en los ríos y las minas, sino la más atinada solicitud y la más cantiosa y decente a los monarcas? Oye tú a Casiodoro, lib. IX, epístola, a Bergantino; Atalarico rey: «Si el continuo trabajo busca tan diferentes frutos para comprar con la comutación acostumbrada la plata y el oro, ¿por qué no buscaremos aquellas cosas por las cuales buscamos todas las demás?» Señor Tira la Piedra, mire vuestra Señoría si este buen rey va desempedrando lo que vuestra merced apedrea. Pasa adelante: «Por lo cual, al oro rusticiano de nuestra juridición, en la provincia de los Brucios, mandamos que sea destinado Cartario, para que por Teodoro (así se llama [el] artífice destas cosas), fabricadas las oficinas solenemente, se escudriñen las entrañas de los montes.» Señor Esconde la Mano, aquí el rey desempedrador habla en propios términos y no se cansa: «Éntrese con el beneficio del arte en los retiramientos y senos de la tierra y sea buscada la naturaleza en sus tesoros, donde está rica; por lo cual, cualquiera cosa que para ejercer el magisterio de esta arte fuere menester, vuestra orden lo disponga, pues es cierto que buscar el oro por guerras no es lícito; por mar, no es seguro; por falsedades, no es honesto, y sólo es justicia buscarle en su naturaleza.» ¿Pues cómo, maldito, lo que es justo será reprehensible ni ridículo? ¿Ves tú que eres más veces echacantos que tirapiedras? Pues éste a quien se mandó ejecutar todo esto era Bergantino, varón y conde patricio, y no era Bergante; digo yo: si vuestra merced oyera decir: «Al Rey han dado por arbitrio que desempeñe al reino con el oro que hay en las minas y ríos de España, y le ofrecen grandes tesoros en esto», y él se ríe y ha dejado por locos a los que se lo proponen, ¿qué tirara vuestra merced? Piedras es poco, losas no es harto; arrojara tarazones de montes y mendrugos de cerros. ¡Cuál anduviera vuestra Excelencia cargado de los libros donde llaman a Tajo «de las arenas de oro»! ¡Alegara vuestra merced la estangurria dorada de Darro y el mal de orina precioso del Segre; luego salieran minas corrientes en Miño, y vuestra merced, hecho Midas de todos los arroyos, para acusar al gobierno los volviera en oro y en plata, y jurara de Brañigal lo que de Potosí, y si fuera necesario, del propio arroyo de san Ginés, que sólo corre minas vaciadas y no de las que se pueden vaciar! ¡Cuál alegara esa mano, que juega al escondite de chismes, lo que escribe Justino de Galicia, donde dice: «Hay tanta plata que eran deste metal los pesebres, los clavos, los asadores y todos los vasos viles»! ¡Qué gritos diera vuestra merced por tesoro que cuentan de los Pirineos cuando se encendieron con los rayos! ¡Cómo dijera vuestra merced: «Oh, cuán fácil fuera al Rey freír aquellos montes y sacarles el zumo al privado y ministros del gobierno»! ¡Qué cuenta de millones usurpados a esta monarquía le hicieras tú y Señoría por no haber ayudado a este arbitrio por que hoy les estás descalabrando! Pues dime, Tira la Piedra, Escariote de advertimientos, que los besas y los vendes: ¿qué ha de hacer nuestro Rey, qué los ministros, si ni les es lícito admitir ni desechar arbitrios? ¿Ves quién eres, que sólo condenas lo que se hace y siempre alabas lo que se deja de hacer? Eres las viruelas de los que pueden, mal que da a todos, y de que ninguno se escapa, y de que muchos no escapan. Pues advierte que en el gobierno de nuestro gran Rey no has de dejar señal ni hoyos, ni en la intención del valido y ministros, porque al Rey su religioso y prudente celo le libra de tus manos, y a los ministros y al valido se las ha atado la humildad y conciencia, que a ser otro, ya vuestra Señoría tuviera las suyas donde tirara uñas y no piedras. Pues si decimos de la baja de la moneda, aquí es donde no te das manos a tirar: un Briareo eres en cascajar. ¡Cuál andas por los corrillos chorreando libelos, y en las conversaciones rebosando sátiras, empreñando las esquinas de cedulones! Si hablas haciendo recular las cejas hasta la coronilla, salpimientas la murmuración; si callas, te avisionas de talle, te estremeces de ojos, te encaramas de hombros y, después de haber templado tu cuerpo para escorpión, empiezas a razonar veneno y a hablar peste, ruciando de malicias y salpicando de maldades a los oyentes. «Bajar la moneda -dice vuestra Señoría-: acabarse tiene el mundo, allá lo verán; es ruina de España y de toda la Christiandad»; y al cabo, echas el «Dios se duela de los pobres», que sólo llevaba de ventaja el Judas, el bote y el ingüente.

Tratóse de entretener más tiempo el oro y la plata en estos reinos, viendo cuán breve pasadizo han fabricado en los cuartillos los extranjeros para su extracción. Tratóse de la mortificación de los cuartos y tiraste piedras. Dime, Esconde la Mano: ¿qué tiraste contra quien, con subir los cuartos, puso el oro y la plata en cobre, pues hoy haces tales extremos contra quien, con bajar los cuartos, los ha puesto en cobro? La plática asustó los tenderos, porque la ganancia no saca la consideración del logro y de la usura; por daño temieron perder la mitad; y es daño porque no es remedio cabal hasta que se consuma todo antes que, no teniendo otra cosa, nos hallemos con moneda que no hay bolsa que no tenga asco della, y que se indigna aun de andar en talegos, y que los rincones de los aposentos se hallan con la basura más limpios y menos cargados y con menor ruido. Moneda que el que la paga se limpia y se desembaraza, y el que la cobra se ensucia y se confunde; más vale su incomodidad en trajinarla que su valor:

 
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El chitón de las Tarabillas de Francisco de Quevedo   El chitón de las Tarabillas
de Francisco de Quevedo

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