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Ya he hablado de ese estado morboso que hacía intolerable al paciente toda música, si exceptuamos los efectos de unos instrumentos de cuerda. Quizá los estrechos límites en los que se había confinado con la guitarra dieron origen, en gran medida, al carácter fantástico de sus realizaciones. Pero, no se puede explicar de esta manera la fogosa facilidad de sus impromptus [género musical pianístico]. Debían de ser- y lo eran, tanto las notas como las palabras de sus extravagantes fantasías (pues, con frecuencia, se acompañaba con improvisaciones verbales rimadas)- debían de ser el resultado de ese intenso recogimiento y concentración mental a los que ya he aludido, y que sólo se podían observar en momentos de la más elevada excitación. Recuerdo fácilmente las palabras de una de esas rapsodias. Quizá fue la que más me impresionó mientras la tocaba, porque en la corriente oculta o mística de su sentido creí percibir por primera vez una plena conciencia por parte de Usher de que su elevada razón vacilaba en su trono. Los versos, que tituló El palacio encantado, decían poco más o menos así:

En el más verde de nuestros valles,

donde habitan ángeles buenos,

se levantaba un palacio

majestuoso y brillante.

¡Dominio del rey Pensamiento,

allí estaba de pie!

Y jamás un serafín batió sus alas

sobre lugar más hermoso.

Banderas amarillas, gloriosas, doradas,

ondeaban, flotaban al viento,

(todo eso fue hace muchos años,

en los antiguos tiempos);

y con la brisa que jugaba,

en esos días tan alegres,

entre las almenas se esparcía

una fragancia alada.

Y los que erraban por el valle,

por dos ventanas luminosas

veían que los espíritus

danzaban a ritmo de laúdes

en torno al trono donde,

(¡roca porfídica!)

envuelto en merecida pompa,

se sentaba el señor del reino.

Y de rubíes y de perlas

era la puerta del palacio,

de donde como un río fluían,

fluían centelleando,

los ecos de gentil tarea:

cantar, alabar en alto

el genio y el ingenio

de su rey soberano.

Mas criaturas malignas invadieron,

vestidas de tristeza, aquel dominio

(¡Ah, lamento y luto!¡Ya nunca

amanecerá otra alborada!).

Y en torno del palacio, la belleza

que otrora floreciese entre sus pliegues

es sólo una historia olvidada

sepultada en los viejos tiempos.

Y los que vagan ahora por el valle,

por esas ventanas ahora rojas

ven grandes formas que se mueven

en discordantes melodías,

mientras, cual rápido río espectral,

por la pálida puerta de siempre

sale una horrenda multitud que ríe...,

pues la sonrisa ha muerto.

Recuerdo bien que las sugestiones nacidas de esta balada nos llevaron a una serie de pensamientos, entre los que resaltó una opinión de Usher que menciono no por su novedad (pues otros hombres han pensado así), sino para explicar la obstinación con que la defendió. Esta opinión, de forma general, trataba de la sensibilidad de todos los vegetales. Pero, en su trastornada fantasía, la idea había cobrado un carácter mas atrevido, e invadía, bajo ciertas condiciones, el reino de lo inorgánico. Me faltan las palabras para expresar todo el alcance o el vehemente abandono de su persuasión. La creencia, sin embargo, se relacionaba (como he insinuado previamente) con las grises piedras de la casa de sus antepasados. Las condiciones de la sensibilidad habían sido satisfechas, imaginaba él, por el método de colocación de esas piedras, por el orden de su disposición, por los muchos hongos que las cubrían y por los marchitos árboles que las rodeaban, pero sobre todo por la duración inalterada de este orden y por su duplicación en las quietas aguas del lago. Su evidencia- la evidencia de esta sensibilidad- podía comprobarse, dijo (y me sobresalté al oírlo), en la lenta pero segura condensación de una atmósfera propia en torno a las aguas y a los muros. El resultado podía descubrirse, añadió, en esa influencia silenciosa, aunque insistente y terrible, que durante siglos había modelado los destinos de su familia, haciendo de él eso que yo ahora estaba viendo, eso que él era. Estas opiniones no precisan comentario, y no haré ninguno.

Nuestros libros- los libros que durante años constituyeron no pequeña parte de la existencia mental del enfermo- estaban, como puede suponerse, en estricta armonía con este carácter fantasmal. Leíamos con atención obras tales como el Ververt et Chartreuse [Ververt La Caruja] de Gresset; Belflegor [Belfagor archi-diablo], de Machiavelli; Del Cielo y del Infierno [Los arcanos celestes], de Swedenborg; El viaje al interior de la tierra de Nicolás Klim, de Holberg; Quiromancia, de Robert Flud, de Jean D'Indaginé y de De la Chambre; el Viaje a la distancia azul, de Tieck; y La ciudad del Sol, de Campanella. Nuestro libro favorito era un pequeño volumen en octavo del Directorium Inquisitorum [Directorio para Inquisidores], del dominico Eymeric de Gironne, y había pasajes de Pomponius Mela sobre los viejos sátiros africanos y egipanes con los que Usher pasaba largas horas soñando. Pero encontraba su principal gozo en la lectura de un curioso y sumamente raro libro gótico en cuarto- el manual de una iglesia olvidada-, las Vigiliae Mortuorum secundum Chorum Ecclesiae Maguntinae [Vigilias de los Muertos según el coro de la iglesia de Maguncia]

 
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