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El gato mientras tanto mejoraba lentamente. La cuenca del ojo perdido presentaba un horrible aspecto, pero el animal parecía que ya no sufría. Se paseaba, como de costumbre, por la casa; aunque, como se puede imaginar, huía aterrorizado al verme. Me quedaba bastante de mi antigua forma de ser para sentirme agraviado por la evidente antipatía de un animal que una vez me había querido tanto. Pero ese sentimiento pronto cedió paso a la irritación. Y entonces se presentó, para mi derrota final e irrevocable, el espíritu de la PERVERSIDAD. La filosofía no tiene en cuenta a este espíritu. Sin embargo, estoy tan seguro de que mi alma existe como de que la perversidad es uno de los impulsos primordiales del corazón humano... una de las facultades primarias indivisibles, uno de los sentimientos que dirigen el carácter del hombre. ¿Quién no se ha sorprendido a sí mismo cien veces en los momentos en que cometía una acción estúpida o malvada por la simple razón de que no debía cometerla? ¿No hay en nosotros una tendencia permanente, que nos enfrenta con el sentido común, a transgredir lo que constituye la Ley por el simple hecho de serlo (existir)? Este espíritu de perversidad se presentó, como he dicho, en mi caída final. Y ese insondable anhelo que tenía el alma de vejarse a sí misma, de violentar su naturaleza, de hacer el mal por el mal mismo, me empujó a continuar y finalmente a consumar el suplicio que había infligido al inocente animal. Una mañana, a sangre fría, le pasé un lazo por el pescuezo y lo ahorqué en la rama de un árbol, lo ahorqué mientras las lágrimas me brotaban de los ojos y el más amargo remordimiento me retorcía el corazón; lo ahorqué porque recordaba que me había querido y porque estaba seguro de que no me había dado motivos para matarlo; lo ahorqué porque sabía que, al hacerlo, cometía un pecado, un pecado mortal que pondría en peligro mi alma hasta llevarla- si esto fuera posible- más allá del alcance de la infinita misericordia del dios más misericordioso y más terrible.

La noche del día en que cometí ese acto cruel me despertaron gritos de «¡Fuego!» La ropa de mi cama era una llama, y toda la casa estaba ardiendo. Con gran dificultad pudimos escapar del incendio mi mujer, un criado y yo. Todo quedó destruido. Mis bienes terrenales se perdieron y desde ese momento no me quedó más remedio que resignarme.

 
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