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Todo comienza, como con el inicio del libro que recién empiezo a ojear, un libro tan gordo y tan grande como Grandes tiene de autora; como el inicio de éste, mi anhelo de escribir el mío y dejarlo fluir en la corriente de la vida. Todo es comienzo, como el proyecto de mi silabario encuentro con la palabra y sus decires. El comienzo de otra estación que no sólo nos encuentra más añejos, también más aventajados en la experiencia y quizá, si supimos regarnos con prudencia y mimos, nos sorprende más sabios. ¿Y el cansancio? Una nueva primavera en la vida de quien ha transitado algunas cuantas, ¿no nos visita cansados? Si uno se cansa de la prisa, también puede cansarse de la pausa y quizás aquí, como en tantos aspectos de la vida, todo dependa del punto desde el cual hagamos pie para observar el panorama. En mi caso, prefiero el cansancio de la pausa. La prisa me marea, me inmoviliza, me satura, me distrae, me coarta la creatividad y la imaginación, me niega el placer de las lecturas porque los ojos trajinados del día, cansados de haber mirado tanto, por la noche desean cubrirse de sábanas. La pausa me serena, me da calma, permitiéndome entregarme a un Om sin límites y a un maravilloso mundo imaginario. La calma cultiva mi día y la prisa corre junto a mi sombra, a la que debo intentar asirme de todos modos, a pesar de que se empeña por darme la espalda. A las puertas de un nuevo comienzo pienso que aún no he preparado la agenda, no he revisado fechas rojas de calendario, no he tocado un solo libro que no me haya recomendado mi intuición y mis ganas. No organicé mi maletín con rastros de agenda plagada de eventos que la labor diaria impone. Sólo he atinado a develar los misterios que la hoja A4 de Word me susurra a modo de binarios ceros y unos desde el reverso de su trama sin encontrar aún las teclas que decodifiquen semejante dicha. Busco, entonces, desovillar la trama de historias que se enmadejan en mi mente con tal de observar alguna mancha negra sobre el paisaje deshabitado de mi página en blanco, impulsado por un inmenso deseo de abstraerme y hurguetear entre amarillentos papeles para robarles algunas palabras que supieron decir algo y que bien podrían repetirse, intentando encontrar la punta del ovillo que desmadeje todo lo que tengo por contar, por entender y por soñar.
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