Las caritas redondas y tostadas por el sol de las dos niñas
mostraban mejillas sonrosadas, sus naricitas eran respingadas y pecosas, pícaros
los ojos azules, y largas las trenzas que colgaban a sus espaldas (como las de
la pequeña Kenwigses).
-¿No son preciosas? -exclamó Bab contemplando con maternal
orgullo la hilera de muñecas que estaba a la izquierda, las cuales habrían
ratificado:
-¡Somos siete!...
-Muy bonitas, pero mi Belinda las supera a todas. ¡Creo que
jamás ha existido una criatura tan maravillosa!... -Y Betty dejó la cesta para
correr a abrazar a su predilecta, que golpeaba los talones en gozoso
abandono.
-Mientras acomodamos a los niños el pastel irá enfriándose.
¡Hm!... ¡Qué deliciosamente huele!... -dijo Bab levantando la servilleta y
metiendo la nariz dentro de la cesta para aspirar el apetitoso aroma.
-¡Deja un poco de olor para mí!... -ordenó Betty corriendo a
aspirar la parte de sabroso aroma que le correspondía.
Las respingadas naricillas aspiraron con fruición mientras los
ojos brillaban glotones al contemplar el rico pastel, tostadito y esponjoso, con
una gran B dibujada con crema y un poco torcida hacia un costado.
-Recién a último momento mamá me dio permiso para decorarla.
Por eso se torció. Pero daremos ese trozo a Belinda y así quedará mejor -observo
Betty, quien, por ser la madre de la homenajeada, dirigía la fiesta.
-Coloquémoslas aquí alrededor así también ellas pueden ver
-propuso Bab en tanto que saltando y brincando reunía a su pequeña familia.
Betty estuvo de acuerdo con ella, y durante unos minutos ambas
estuvieron muy ocupadas sentando a sus muñecas alrededor de la mesa; porque
algunas de sus queridas criaturas eran tan cojas y otras tan rígidas que
tuvieron que fabricar toda clase de asientos para acomodarlas. Cumplida esta
difícil tarea las amorosas madrecitas dieron un paso hacia atrás para disfrutar
del espectáculo que era, por cierto, imponente. Belinda, sentada con gran
dignidad a la cabecera de la mesa, sostenía entre las manos que descansaban
graciosamente sobre su falda, un pañuelo. Joseph, su primo, en el otro extremo,
lucía un elegante traje rojo y verde y un sombrero de paja el cual, por ser
demasiado grande restaba gallardía a su bizarra persona. A cada lado de la mesa
se sentaban los demás invitados, los cuales, por la variedad de su tamaño,
expresión y atavío producían un extraño efecto que acentuaba la absoluta
ignorancia de la moda que revelaban sus vestidos.