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Otro detalle que habría asombrado a quien no conociese las costumbres de estas criaturas, era el aspecto que ofrecía una decimocuarta muñeca con cabeza de chino que atada por el cuello pendía del herrumbrado llamador de la puerta. Un racimo de lilas blancas y otro de lilas rojas se inclinaban hacia ella; un vestido de color amarillo adornado con un festón de franela roja envolvía su cuerpo; una guía de pequeñas flores coronaba sus lustrosos bucles, y sus piececitos calzaban un par de botas azules. Una sensación de sorpresa y angustia habría estremecido a quienquiera que presenciase esa escena, porque ¡oh!, ¿por qué habían colgado a esa hermosa muñequita delante de los ojos de sus trece hermanas? ¿Era acaso una criminal cuyo castigo observaban las demás con mudo horror? ¿O era un ídolo al cual adoraban con humilde devoción? Ni una cosa ni la otra, amigos míos. La pequeña Belinda ocupaba, o mejor dicho, colgaba del puesto de honor porque se festejaba su séptimo aniversario y tan magno acontecimiento iba a ser celebrado con una gran fiesta.

Era evidente que solo se aguardaba una señal para dar comienzo a la celebración, mas tan perfecta era la educación de las muñecas que ni uno de los veintisiete ojos (Hans, el holandés, había perdido el derecho) miró en dirección a la mesa o parpadeó ligeramente mientras permanecían en perfecto orden observando a Belinda con muda admiración. Ésta, incapaz de dominar la alegría y el orgullo que henchía su pecho de aserrín amenazando hacer saltar las puntadas, daba pequeños saltos al compás del viento que movía su falda amarilla e imitaba un paso de baile golpeando con sus botitas contra la puerta. Parecía que no le resultaba doloroso estar colgada, pues sonreía alegremente como si la cinta roja que tenía atada al cuello no le molestara lo más mínimo. En consecuencia, ¿quién podía apiadarse de ella si demostraba hallarse tan a gusto en aquella, situación? Por eso reinaba allí un silencio tan agradable que ni siquiera turbaba el ronquido de Dinah, la punta de cuyo turbante era lo único que asomaba del cobertor, o el llanto de la pequeña Jane que tenía uno de sus piececitos torcido de tal manera que hubiera hecho proferir ayes de dolor a una criatura menos educada que ella.

En ese momento se oyeron voces que se aproximaban y por la glorieta de un sendero lateral se acercaron dos niñas, una de las cuales traía una jarra en tanto que la otra sostenía con cuidado una canasta cubierta con una servilleta. Parecían mellizas, pero no lo eran, ya que Babe, quien medía apenas dos o tres centímetros más que Betty, era un año mayor que su hermana. Llevaban ambas vestidos de percal oscuro bajo los limpios delantales rosados confeccionados expresamente para usarlos en aquella especial ocasión, lo mismo que las medias grises y las gruesas botas.

 
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de Louisa May Alcott

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