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En el mismo instante en que me tiran el "palillero eterno" sobre el libro, empiezo a pensar en los saludos que le voy a man­dar a alguna mujer de su familia, que puede ser su madre, su hermana o su tía. O de alguna lora. pero no. Lo devuelvo lo más educadamente posible volviendo sobre el texto descortés­mente interrumpido: "... esa misma penumbra que languidece, desfalleciente... desfalleciente... esa misma penumbr..." ¿Qué pasa ahora? "Sí, ya vaaaa. Un segundito". Clavando mi codo en una cara, destrabándome del brazo de una vieja y pisando lo más suavemente posible el zapato de una chica, hago lugar para que suban los nuevos compañeros de viaje. Y lo hacen como si algu­na fuerza invisible desde afuera los hubiera empujado con toda la inercia existente para el interior del vagón, suben como quien busca lingotes de oro: miran para todos lados buscando el asiento libre, que no existe. De su cuerpo despiden el frío que traen de afuera. Bueno, no sólo es el frío lo que despiden, hace un tiempo atrás he confirmado a través de mis travesías ferroviarias lo si­guiente: el perfume francés no viaja en tren. Creo que ni siquiera el perfume. A veces pienso que algunos deberían ser procesados por crímenes de lesa-olfatividad. Es un ataque artero a la pituita-ria. Así, sin avisar. Uno está tranquilito, haciendo que los kilóme­tros pasen de una manera inocente, cuando de repente se siente abofeteado por una oleada de quien sabe qué estómago vibrante decidido a gritar "¡Acá estoy yo!", como una cuchillada trapera, anónima. Muy anónima. Como dice el libro: escondido en las penumbras. ¿Es necesario comer con tanta salsa muchachos? Por un instante, nos convertimos en enemigos todos contra todos. Somos todos posibles culpables de semejante acto de barbarie. Las miradas se entrecruzan acusadoras. "Me parece que fue aquel que está mirando el suelo, haciéndose el disimulado. Seguro. No, me parece que es aquel que está quietito, mirando de reojo".

Manteniendo unos segundos la respiración, trato de volver a mi tan esperado reencuentro con la lectura. Trato de buscar en mis ancestros orientales (que no los tengo) para encontrar la sabia paciencia. "...languidece, desfalleciente hasta dar con un cielo profundo... siete de agosto día de San Cayetano, el Santo del Trabajo, venid a orar con nosotros". ¡Todos los días la misma historia! No pasa un día que no me den la estampita del Best Seller de los santos! ¡Tomá, nene! Ya te di ayer... ¿Será posible? ¿Podré leer tan solo dos renglones, dos rengloncitos de corrido aunque sea con la ayuda de San Cayetano?

 
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Historias escondidas de Francisco Alberto Brestolli   Historias escondidas
de Francisco Alberto Brestolli

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