-Si tu madre, mi querida esposa, viviera todavía, serías para
ella origen constante de disgustos y de bochornos. Dios, en su infinita
sabiduría, ha cortado el hilo de su existencia para evitarle terribles
decepciones.
Calló un instante y añadió:
-Dime, desgraciado, ¿qué voy a hacer contigo?
Antes, cuando yo era más joven, mis deudos y mis conocidos
sabían lo que se podía hacer conmigo: unos me aconsejaban que ingresara en el
ejército; otros, que me colocase en una farmacia; otros, que me colocase en
telégrafos. Pero a la sazón, cuando yo ya tenía veinticinco años cumplidos y
algunos cabellos grises en las sienes, lo que se podía hacer conmigo era un
misterio para todos: había estado yo empleado en telégrafos, en una farmacia, en
numerosas oficinas; había agotado los medios de ganarme, como decía mi padre,
honorablemente la vida. Y todos los que me rodeaban me consideraban hombre al
agua y sacudían la cabeza, al mirarme, de un modo compasivo.
-Bueno, ¿qué vas a hacer ahora? -continuó mi padre- A tu edad,
los jóvenes ocupan ya una buena posición social, y tú no eres más que un
proletario, un miserable que no sabe ganarse honorablemente la vida y que vive
como un parasito a expensas de su padre.
Luego se extendió en largas consideraciones sobre su tema
favorito: la perdición de la juventud contemporánea a causa de su falta de
religión, de su materialismo y de su arrogancia. Los jóvenes de mi época, al
decir del autor de mis días, se entregaban de lleno a los placeres, a las ideas
perversas y a los espectáculos teatrales de aficionados, que el gobierno debía
prohibir, puesto que no servían más que para apartar a la gente moza de la
religión y del deber.