-¿Has abandonado de nuevo tu empleo? -prosiguió-. ¡Es
terrible!
Sus lágrimas me desesperaban, y yo no sabía qué hacer para
consolarla.
El quinqué, en el que se había acabado el petróleo, estaba a
punto de apagarse. Sombras fantásticas llenaban mi pobre habitación.
-¡Ten piedad de nosotras! -me rogó mí hermana, levantándose-.
¡Papá sufre tanto por tu culpa! ¡Y yo estoy enferma, no puedo más, me vuelvo
loca!
Tendiéndome las manos, me imploró:
-¡Vuelve a la oficina! ¡Hazlo en memoria de nuestra pobre
madre!
-No puedo, Cleopatra -contesté, sintiendo que mis energías
flaqueaban, y casi a punto de ceder-. ¡No puedo!
-Pero ¿por qué? Si no quieres volver a la misma oficina, a
causa de tu disgusto con el jefe, puedes buscarte otra colocación. ¿Por qué no
te colocas en las oficinas de ferrocarriles? He hablado esta tarde con Ana
Blagovo, y me ha asegurado que puedes encontrar en ellas un empleo, para lo que
se halla dispuesta a ayudarte. ¡Por Dios, Misail, recapacita y haz lo que te
pedimos!
Nuestra conversación se prolongó aún un poco, y acabé por
capitular.
-Nunca -dije- se me había ocurrido ingresar en esas oficinas.
Probaré.
Se trataba de una vía férrea en construcción en las cercanías
de la ciudad.
Mi hermana se sonrió con alegría al través de sus lágrimas, y me apretó la
mano. El quinqué se apagó del todo y me dirigí a la cocina en busca de
petróleo.