La construcción estuvo pronto terminada: no duró más de tres
meses. En el invierno se plantaron árboles en torno de la casa. Cuando llegó la
primavera, todo verdeaba alrededor de la nueva finca. Partían en todas
direcciones hermosas alamedas; el jardinero y dos jornaleros trabajaban en el
jardín; una fontana sonaba melodiosa. Y una bola de cristal verde, colocada ante
la puerta, brillaba bajo el Sol, de tal modo, que obligaba a cerrar los
ojos.
Se bautizó la finca con el nombre de «Quinta Nueva».
Una mañana, a fines de mayo, llevaron a casa de Rodion Petrov,
el herrador de la aldea, dos caballos de «Quinta Nueva» para que les cambiasen
las herraduras. Los caballos eran blancos como la nieve, esbeltos, bien
cuidados, y se parecían el uno al otro de un modo asombroso.
-¡Verdaderos cisnes! -dijo Rodion admirándolos.
Su mujer, Estefanía, sus hijos y sus nietos salieron también
para admirar a los caballos, en torno de los cuales se fue aglomerando la gente.
Acudieron los Zichkov, padre e hijo, ambos imberbes, mofletudos y
destocados.
Acudió también Kozov, un viejo enjuto y alto, de luenga y
estrecha barba, apoyado en un bastón. Guiñaba sin cesar los ojos astutos y se
sonreía irónicamente, como si supiera muchas cosas que ignorase el resto de los
hombres.
-Son blancos -dijo-; sí, son blancos; pero para el trabajo no
valen gran cosa. Si yo mantuviese a mis caballos con avena, como mantienen a
éstos, se pondrían no menos hermosos. Yo quisiera ver a estos cisnes arrastrando
un arado y recibiendo algunos latigazos.