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Muchos aún creen que el poder del Mesías de Israel radica en la cantidad de seguidores a su causa y no en Sí mismo, en Quien es Él. Muchos creen que depende de nosotros que Dios pueda conseguir alguna victoria o el poder terrenal en nuestra generación, como si Él dependiera de sus criaturas y no nosotros de Él. Para muchos, Jesucristo es solo una herramienta, un medio para alcanzar sus propias metas y no la causa y el fin de todo. Esta visión degradada de Jesucristo nos expone al orgullo, a la vanidad y a los embates del enemigo de Dios. La iglesia nunca será más grande que Su Señor, pero hoy es el hombre el que ocupa el lugar central de la vida de la iglesia y no Cristo; hoy lo habitual es ver a la iglesia del Señor vestida de las ropas viles de la gloria mundana, y a sus líderes buscando con afán llenar estadios y templos, olvidando que no son auditorios los que tenemos que llenar de pecadores, sino el cielo de redimidos. Lo cierto es que ninguna religión será más grande que el dios a quien venera; el cristianismo de hoy se parece demasiado al hombre, porque ha sustituido la Majestad de Dios por una imagen humanista de Él, y en sus prácticas religiosas ha coronado a hombres que exhiben títulos y jerarquías, y no al Salvador. Pero el Señor no ha callado su voz y hará cumplir su mandamiento en los que son suyos: Yo soy el Señor tu Dios, que te saqué de la tierra de Egipto, de la casa de servidumbre. No tendrás otros dioses delante de mí. (Éxodo 20:2,3) Solo la escritura, Solo por la Fe, Solo por Gracia, Solo Cristo, Solo a Dios la Gloria, son verdades no negociables e inclaudicables de la Iglesia del Señor. Si hemos de ser luz del mundo y sal de la tierra, debemos volvernos al Señor y, con un corazón contrito y humillado, buscar su presencia y contemplar su Santidad. Hoy más que nunca debemos detener nuestro frenético andar terrenal y obedecer el mandamiento divino: Estad quietos, y sabed que yo soy Dios; exaltado seré entre las naciones, exaltado seré en la tierra. (Salmo 46:10)
Majestad Jesús el Cristo, el Hijo del Dios Viviente, es la medida contra el cual todo debe ser medido; es la medida que determina la medida de todo lo demás. Es Su grandeza lo que determina la medida de la grandeza. Su Santidad es la medida de toda santidad. Su justicia la medida de la justicia. Su poder la medida del poder. Su amor la medida del amor. No es hasta que conocemos que en Él no hay límites, ni fronteras, ni punto en el cual podamos decir “hasta aquí eres tu”, hasta que no nos perdemos en su inmensidad y nos abandonamos en su insondable infinitud, que realmente podemos decir que sabemos algo de Él. ¿Por qué Pedro y Juan desafiaron al sanedrín asegurándoles que no era a ellos a quienes tenían que obedecer? ¿Por qué Esteban no cedió a la amenazas de las piedras y siguió proclamando el Nombre del Señor ante la muerte? ¿Por qué los mártires no negaron a Cristo ante la tortura y la opresión? ¿Por qué Pablo y Silas eligieron exaltar a Cristo en prisión cuando agonizaban atados con cadenas en vez de reclamar sus derechos como ciudadanos romanos? Porque todos ellos miraban a Jesucristo exaltado a lo sumo y esa visión los sostenía e impulsaba. Ellos conocían al Rey en su Majestad, conocían a Jesucristo el Señor como mayor, más poderoso e infinitamente más digno que los supuestos señores que les amenazaban y las circunstancias que les oprimían. Ellos tenían un conocimiento de Jesucristo, no sustentado en sus emociones, ni en argumentos humanos, sino en lo que el Espíritu les había revelado en y por la Palabra en la comunión y vivencia diaria con Cristo y en Cristo. Ellos conocían a Cristo exaltado a los sumo, sobre todo dominio, poder y potestad; Jesucristo el Nombre sobre todo nombre, en los cielos, en la tierra y debajo de la tierra; Jesucristo el Rey de cielo y tierra que reina sobre el universo y ante quien se postran admirados, extasiados y reverentes, todo el ejército celestial.
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