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Un día cambió mi vida, y pasé de la edad deliciosa de las esperanzas a la edad imperiosa de las necesidades: no soñaba ya con los libros que había de escribir, y vendía mis sueños a los libreros. De esta manera apareció SMARRA, que nunca jamás hubiera dado yo a luz en esta forma si hubiese estado en mi mano darle otra.

Tal como está, creo que SMARRA, que no es más que un estudio, huelga repetirlo, no será, un estudio inútil para los gramáticos algo filólogos, y esto puede ser una razón que me excusa su reproducción. Verán que he buscado y rebuscado todas las formas de la fraseología francesa, luchando con todas mis fuerzas de escolar, contra las dificultades de la construcción griega y latina, trabajo tan lento y minucioso como el de hacer pasar un grano de mijo por el ojo de una aguja y que merecería, quizá media fanega de mijo en los pueblos civilizados.

Lo restante no me pertenece: ya he dicho de quién es la fábula; salvo algunas frases de transición, todo es propiedad de Homero, de Teócrito, de Virgilio, de Catulo, de Luciano, de Danra, de Shakespeare y de Milton. El defecto principal de SMARRA consiste, pues en parecer lo que realmente es, un estudio, un centón, un plagio de los clásicos, el peor de los volúmenes de la escuela de Alejandría que se salvó del incendio de la biblioteca de los Ptolomeos. Que nadie se llame a engaño.

¿Creéis que lo que he hecho de SMARRA, de esta ficción de Apuleyo, puede ser torpemente perfumado por las rosas de Anacreonte? ¡Oh! del libro estudiado y meticuloso, del libro de inocencia y de pudor escolar, escrito bajo la inspiración de la más pura antigüedad, se ha hecho un libro romántico, y Estienne, Scapula y Schrevelius no se levantarán de sus tumbas para desmentirlo, ¡Pobre gente! (No me refiero a Schrevelius, Scapula, y Estienne.)

Yo tenía entonces algunos amigos ilustres en las letras a quienes repugnaba dejarme bajo el peso de tan grave acusación. Hubieran hecho, quizá, alguna concesión; pero romántico era demasiado para ellos. Cuando se les habla de SMARRA toman soleta, como suele decirse. La Tesalia suena más rudamente a sus oídos que Scotland. -Larisa y el Peneo, ¿dónde diablos ha ido a pescar? -dijo el buen Lemontey, a quien Dios tenga en su santa gloria- Y sin embargo, es rudo clasicismo, lo aseguro.

Lo más singular y risible de este juicio, es que sólo hacen merced a ciertas partes del estilo, esto es, para vergüenza mía, a lo único que hay mío en el libro. De las concepciones fantásticas del espíritu, lo más eminente de la decadencia, de la imagen homérica, del giro virgiliano, de las figuras de construcción tan laboriosa y, a veces, artísticamente calcaclas, no se dice una palabra. Se reconoce que han sido escritas y de ahí no se pasa. Imaginaos una estatua de Apolo o de Antino, sobre la que un mendigo, al pasar, ha arrojado un harapo, y que la Academia de Bellas Artes reconozca que es un harapo, y, no obstante lo considera como paño bueno y flamante.

El trabajo sobre SMARRA no es más que la obra de un estudiante aplicado; no tiene más valor que el de una composición escolar; pero no es tan poco su valor que merezca el desprecio. Algunos días después de su publicación, envié un ejemplar de SMARRA a mi desgraciado amigo Auger, y me engañé al creer que lo conservaría en su biblioteca entre los clásicos; y al día siguiente, el señor Ponthieu, mi librero, tuvo la atención de avisarme que había vendido al peso toda la edición.

De tal manera habíame sujetado a la fuerza de expresión que caracteriza a la antigüedad, que quedé reducido al papel de simple traductor. Los trabajos que siguieron a SMARRA dieron cuerpo a esta suposición, que mi larga permanencia en las provincias esclavonas confirmaba todavía más. Eran otros los estudios que yo había hecho en mi juventud sobre una lengua primitiva, o a lo menos autóctona, que tiene, sin cmbargo, su Ilíada, la hermosa Osmanide de Gondola; pero no pensé jamás que esta precaución mal entendida sería precisamente la que levantaría contra mí, con sólo ver el título de mi libro la indignación de los literatos de aquel tiempo, hombres de mediana erudición que en sus profundos estudios no habían pasado jamás de las primeras páginas del Padre Pomey en la investigación de las historias mitológicas y de las del abate Valart en el análisis filosófico de las lenguas. El nombre salvaje de Esclavonia les prevenía contra todo lo que pudiese llegar de un país de bárbaros. No se sabía todavía en Francia -hoy lo saben hasta en el Instituto- que Ragusa es el último templo de las musas griegas y latinas; que los Roscovich, los Stay, los Bernard de Zamagna, los Urbano Appenini y los Sorgo han brillado en su horizonte como una constelación clásica, al mismo tiempo que París se pasmaba con la prosa de Louvet y los versos de Demoustier; y que los sabios esclavones, parcos y re servados en sus juicios respecto a otros, se ríen a veces malignamente cuando se les habla de nosotros. Ese país -dicen- es el último que ha conservado el culto de Esculapio, y diríase que Apgolo, agradecido, deja escapar los últimos sonidos de su lira en los lugares donde es grato todavía el recuerdo de su hijo.

Otro cualquiera habría reservado pa ra el final de su peroración la frase que, acabáis de leer, y que hubiera provocado un murmullo lisonjero de aprobación; pero no soy tan orgulloso; me queda algo que añadir, o sea, que hasta ahora no he hablado de la crítica más severa que ha sufrido este desdichado SMARRA. Se ha dicho que la fábula no es suficientemente clara; que al final de la lectura deja una idea vaga y casi inextricable, que el, espíritu del narrador, continuamente distraído por los detalles más nimios, se pierde en un mar de digresiones superfluas; que las transiciones de la narración no están determinadas por el enlace natural de los pensamientos, junctura mixturaque, sino que parecen, abandonadas al capricho de la frase, como en una jugada de dados; que es imposible, finalmente, discernir un plan racional y una intención definida.

Ya he dicho que estas observaciones fueron hechas en una forma que no era precisamente del colegio; y, sin embargo, ése era el elogio que yo hubiera querido, pues esos caracteres son cabalmente los de sueño; y si alguno lee SMARRA desde el principio hasta el fin sin darse cuenta de que sólo ha leído un sueño, se ha tomado, un trabajo inútil.

 
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