-Ni un sacramento, señores. Me falta
decirles que esta madrugada los franceses salían por un lado y la partida de
Orejitas entraba por otro. Hubo algunos tiros... pin, pum... Los franceses
mataron algunos paisanos y los de la partida pusieron en aquel árbol el racimo
que desde aquí se ve... Orejitas pidió raciones... no había... yo me enfadé con
Orejitas... Orejitas me amenazó... yo le di dos palos a Orejitas, que al fin
hizo saquear el pueblo, llevándose lo poco que quedaba.
-Luego quedaba algo. Ahora también
quedará... Pero vamos a cuentas. ¿Usted es la autoridad en esta insigne
villa?
-Sí, mi general -contestó ella
contrariada porque se pusiese en duda la autenticidad de sus atribuciones
concejiles-. Yo soy el alcalde, o mejor dicho, la alcaldesa, porque soy
mujer.
-Ya nos lo figurábamos.
-Mi señor marido, que es D. Antonio
Sacecorbos, ha ido con D. Juan Martín a la conquista de Calatayud. Allí
están todos los hombres del pueblo.
-Pues señora de Sacecorbos, nosotros
no arrancaremos las orejas ni la doncellez a las muchachas de este pueblo: pero
tomaremos todo lo que caiga bajo la jurisdicción del estómago, sin más dimes ni
diretes.
Señá
Romualdita gritó y vociferó; mas nada valieron
las amenazas y protestas de la caterva mujeril. El pueblo fue saqueado por
tercera vez en un solo día, y aún se encontró algo, aún se encontró una pequeña
cochura que la alcaldesa había preparado aquella tarde para la partida de
Sardina. Ignoro si cometieron los soldados algún desafuero en cosas comprendidas
dentro de jurisdicción distinta de la del estómago. No lo aseguro ni tampoco lo
niego, y envolviéndome, como suele decirse, en el manto de mi irresponsabilidad,
dejo a la historia y a la señora de Sacecorbos el cuidado de
averiguarlo.