-¿De modo que en este bendito pueblo
no hay autoridades? Así anda ello -exclamó con enfado mi compañero.
-¡Autoridades hay, hombre! Y no
griten tanto que no soy sorda. Ahí está la señá Romualda. Eh,
señá Romualdita, aquí piden pan.
Vimos una mujer fornida y varonil,
la cual, echándose al hombro la azada, después de dictar las últimas órdenes
para que se rematara la triste inhumación, se nos acercó y se dignó
miramos.
-Raciones, señor alcalde, raciones
para la tropa, que se muere de hambre.
-No hay nada, mi general -respondió
bajando hasta el suelo el hierro de su instrumento agrícola y apoyándose
majestuosamente en el cabo-. Ayer hicimos una cochura por orden de D. Juan
Martín. Vino por la noche el pícaro francés, señor Tarugo, y se la
llevó. ¡Bonito dejaron al pueblo, bonito! Siete doncellas de menos y veinte
cuerpos de más bajo la tierra... A mí me quitaron el cuero... un cuero de vino
que tenía, quiero decir, y toda la miel... Se llevaron los pendientes de todas
las muchachas de la villa, y allí está casi muerta Nicasia Moranchel, a quien
arrancaron media oreja con la fuerza del tirón... Cargaron hasta con la lana que
había en los telares, y al tío Sotillo, que tenía un sombrero de paja traído de
las Indias por su sobrino, le dejaron con la cabeza desnuda. El sombrero, con el
palmito que había en el balcón de mi casa desde el domingo de Ramos, se lo
dieron a comer a los caballos.
-Siempre habrá quedado algo para
nosotros, señá Romualda -dijo mi compañero-; aunque sea otro sombrerito
de paja.