La caza por lo muy perseguida, era
también escasísima y hasta las abejas parecían suspender su maravillosa
industria. Los zánganos asaltaban como ejército famélico las colmenas. Pueblos y
villas, en otro tiempo de regular riqueza, estaban miserables, y las familias de
labradores acomodados pedían limosna. En la iglesia arruinada o volada o
convertida en almacén no se celebraba oficio, porque frecuentemente cura y
sacristán se habían ido a la partida. Estaba suspensa la vida, trastornada la
Naturaleza, olvidado Dios.
Los militares que habíamos estado en
Cádiz echábamos de menos la hartura y abundancia de la improvisada corte, y
experimentábamos gran molestia con aquel exiguo comer y beber del segundo
ejército. Las largas marchas nos ponían enfermos y en vano pedíamos un pedazo de
pan a la infeliz comarca que atravesábamos.
Cuatro compañías destinadas a
reforzar el ejército del Empecinado entraron en Sacedón en una hermosa tarde de
otoño. Cerca de la villa vimos un árbol, de cuyas ramas pendían ahorcados y
medio desnudos cinco franceses, y un poco más allá algunas mujeres se ocupaban
en enterrar no sé si doce o catorce muertos. La gran inopia que padecíamos no
nos permitió en verdad enternecernos mucho con lo fúnebre de aquel espectáculo,
y atendiendo antes a comer que a llorar (por mandato de la estúpida bestia
humana), nos acercamos al primer grupo de enterradoras, significándoles
bruscamente que nuestras respetables personas necesitaban vivir para defender la
patria.
-Vayan al diablo a que les dé
raciones -nos contestó de muy mal talante una vieja-. Con dos patatas podridas
nos hemos quitado un día más de encima mis nietas y yo, ¿y nos piden ustedes que
les llenemos la panza?