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¿Por qué, señores? Porque se enviaron 2.000 hombres a las Cabrillas a unirse a la división del segundo ejército que mandaba el conde de Montijo, y entre aquellos 2.000 hombres, encontrose, no sé si por fortuna o por desgracia, mi humilde persona. La condesa y su hija, que habían desembarcado también en Alicante y a quienes acompañé mientras me fue posible, separáronse de mí cerca de Alpera para marchar a Madrid, donde residirían, si contrariedades que la madre presentía no las echaban de la corte, en cuyo caso era su propósito establecerse en el solitario castillo de Cifuentes, propiedad de la familia.

De las Cabrillas nos llevaron a Motilla del Palancar, en tierra de Cuenca, donde nos batimos con la división francesa de d'Armagnac, y algunos adelantamos por orden superior hasta Huete. Entonces ocurrieron lamentables disensiones entre el marqués de Zayas y el general Empecinado, saliendo al fin triunfante este último, a quien dieron las Cortes el mando de la quinta división del segundo ejército, con lo cual se evitó la desorganización de las fuerzas que operaban en aquel país. El Empecinado, que en Mayo de 1808 había salido de Aranda con un ejército de dos hombres, mandaba en Setiembre de 1811 tres mil.

Recuerdo muy bien el aspecto de aquellos miserables pueblos asolados por la guerra. Las humildes casas habían sido incendiadas primero por nuestros guerrilleros para desalojar a los franceses y luego vueltas a incendiar por estos para impedir que las ocuparan los españoles. Los campos desolados no tenían mulas que los arasen, ni labrador que les diese simiente, y guardaban para mejores tiempos la fuerza generatriz en su seno fecundado por la sangre de dos naciones. Los graneros estaban vacíos, los establos desiertos y las pocas reses que no habían sido devoradas por ambos ejércitos, se refugiaban, flacas y tristes, en la vecina sierra. En los pueblos no ocupados por la gente armada, no se veía hombre alguno que no fuese anciano o inválido, y algunas mujeres andrajosas y amarillas, estampa viva de la miseria, rasguñaban la tierra con la azada, sembrando en la superficie con esperanza de coger algunas legumbres. Los chicos desnudos y enfermos acudían al encuentro de la tropa, pidiendo de comer.

 
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Juan Martín, el empecinado de Benito Pérez Galdós   Juan Martín, el empecinado
de Benito Pérez Galdós

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