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-Falso razonamiento- replicaba Marcelo-; argumento falaz que falla por su base. ¿Por qué vas a guiarte? Si uno de nosotros juega y pierde, ¿debe meterse monje? Si éste está sin un centavo y aquel no tiene qué llevarse a la boca, ¿perderá por ello el apetito Elisa? ¿Se quedará manca la vecina porque su marido se abstiene en ir de excursión a los picos de Montmorency y se quiebre un brazo? Si en un duelo, por causa de Rosalía, te dan una puñalada, y después Rosalía te deja, lo que no es nada extraordinario, ¿dejará por eso de tener el talle gentil? La vida está llena de estos pequeños trastornos, más no tanto como te crees. ¡Mira en un domingo de sol las parejas que llenan los cafés, los paseos, los merenderos! ¡Considera esos enormes ómnibus repletos de grisetas que van al Ranelagh o a Belleville, y el enorme gentío que deja el barrio de Saint-Jacques!... ¡Batallones de lindas modistillas, ejércitos de costureritas graciosas, nubes de gentiles estanqueras! ¡Todas alegres, todas enamoradas, llenando con un vuelo de gorriones los cenadores rústicos de los suburbios de París! Si llueve, van al teatro a pelar naranjas y a enternecerse con los melodramas, porque comen y lloran con igual facilidad, dando muestras así de su buen carácter. ¿Pero qué daño hacen estas pobres criaturas, que se pasan la semana cosiendo, bordando y zurciendo, porque el domingo prediquen con el ejemplo el perdón de los pecados y el amor al prójimo? ¿Y qué mejor puede hacer un joven honesto que se ha pasado ocho días estudiando cosas desagradables, que solazarse contemplando una cara bonita, una pierna y un bello paisaje?

-¡Sepulcros blanqueados!- clamaba Eugenio.

-Yo digo y sostengo proseguía Marcelo- que se puede y se debe hacer el elogio de las grisetas, y que, con moderación, su relación es beneficiosa. Primero, porque son virtuosas, pues se pasan el día haciendo trajes, lo más necesario al pudor y a la modestia; segundo, porque son honestas, pues no hay maestra que no aconseje a sus oficialas un trato exquisito para sus clientes; tercero, porque, acostumbradas al manipuleo de finas holandas y ricas telas, cuyos deterioros les descuentan, son cuidadosas y limpias; cuarto, porque beben ratafia, lo que las hace francas; quinto, porque son económicas y austeras, ya que les cuesta mucho ganar más de un franco, y si en ocasiones se muestran glotonas y gastadoras, jamás dilapidan su propio dinero; y sexto, por su natural alegría, pues, consagradas a un trabajo tedioso, como pez en el agua saltan gozosas al acabar su tarea. Otra de sus grandes ventajas es la seguridad de que no nos persiguen, porque, clavadas a una silla de la que no pueden moverse, les es imposible ir tras de su amante como hacen las damas de la alta sociedad. Además no son habladoras, porque han de estar atentas a contar los hilos. No gastan mucho en calzado, porque caminan poco; ni en trajes, porque rara vez les fían. Si se las acusa de inconstantes, no es porque lean novelas perversas ni por mala condición, sino por los muchos cortejantes que pasan ante sus tiendas, pues tienen bien demostrado que son capaces de grandes pasiones, y diariamente se arroja alguna al Sena, o se tira desde una ventana, o se asfixia con un brasero. Tienen, es cierto, el inconveniente del hambre y la sed a todas horas, justamente a causa de su temperamento ardiente; más ya es sabido que se las puede conformar saciando sus deseos con un vaso de cerveza y un cigarrillo; cualidad valiosa que muy rara vez se da en el matrimonio. En fin, insisto en que son buenas, amables, fieles y desinteresadas, y en que es muy desgraciado que algunas acaben en el hospital.

Casi siempre que Marcelo hablaba de esa forma era en el café, cuando estaba un poco alegre y locuaz. Entonces llenaba de nuevo la copa de su amigo, y quería hacerle beber a la salud de su vecina la señorita Pinsón, que trabajaba en ropa blanca; pero Eugenio tomaba su sombrero, y mientras Marcelo continuaba perorando ante sus camaradas, se escabullía discretamente.

 
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