Kitty estaba agradecida a su padre por no haberle dicho nada
acerca de su encuentro con Vronsky. Durante el paseo que según costumbre dieron
juntos y por la particular dulzura con que la trató, Kitty comprendió que su
padre estaba satisfecho de ella. También ella misma estaba satisfecha de sí.
Nunca se había creído capaz de poder manifestar ante su antiguo amado la firmeza
y tranquilidad que manifestó, de poder dominar los sentimientos que en presencia
de él había sentido despertar en su alma.
Levin se sonrojó mucho más que ella cuando le dijo que había
encontrado a Vronsky en la casa de María Borisovna.
Le fue difícil decírselo y aún más contarle los detalles de
aquel encuentro, porque él nada le preguntó y sólo la miraba con las cejas
fruncidas.
-Siento mucho que no hayas estado presente -dijo Kitty-. No en
la misma habitación, porque con tu presencia no habría podido obrar tan
naturalmente. Ahora mismo me ruborizo más, mucho más, que entonces -decía,
conmovida hasta el punto de saltársele las lágrimas-. Lo que siento es que no
pudieras verlo desde un lugar oculto...
Los ojos, que le miraban tan francamente, dijeron a Levin que
Kitty estaba contenta de sí misma; y a pesar de que allí, ahora, se ruborizaba,
él se sintió tranquilo y empezó a dirigirle preguntas, que era precisamente lo
que ella quería.
Cuando lo supo todo, hasta aquel detalle de que, en el primer
momento, Kitty no había podido dominar su emoción, pero que luego se había
sentido tan tranquila como si se encontrara ante cualquier hombre, Levin se
calmó totalmente, y dijo que a partir de entonces no se conduciría ya con
Vronsky tan estúpidamente como lo había hecho en su primer encuentro en las
elecciones, sino que, incluso, pensaba buscarle y mostrarse con él lo más amable
posible.
-¡Es un sentimiento penoso el de huir, el de encontrarse con un
hombre y tener que considerarle casi un enemigo! -dijo Levin-. Me siento
dichoso, muy dichoso.