Esta vida en Moscú tenía, sin embargo, una ventaja: aquí no se
suscitaba entre ellos ninguna discusión.
Ya fuese por las condiciones especiales de la vida de la ciudad
o porque, tanto él como ella, se hubiesen hecho más prudentes y razonables a
este respecto, el caso era que su temor de que en Moscú se renovasen las escenas
de celos había resultado completamente injustificado.
En este aspecto se había producido un hecho muy importante para
los dos: el encuentro de Kitty con Vronsky.
La vieja princesa María Borisovna, madrina de Kitty, que quería
mucho a su ahijada, hizo presentes sus deseos de verla. Kitty que, por su
estado, no salía a ninguna parte, fue, sin embargo, acompañada por su padre, a
ver a la honorable anciana y encontró a Vronsky en su casa.
De lo ocurrido en este encuentro, Kitty no pudo reprocharse a
sí misma sino que, cuando reconoció los rasgos tan familiares de Vronsky en su
traje de paisano, se le cortó la respiración, le afluyó al corazón toda la
sangre y sintió el rostro encendido de rubor. Pero esto duró sólo algunos
segundos. Todavía su padre, que intencionadamente se había puesto a hablar con
Vronsky en voz alta, no había terminado de saludarle, cuando Kitty estaba ya
completamente repuesta de su emoción y dispuesta a mirar a Vronsky y hasta a
hablarle, si era preciso, del mismo modo que hablaría con la princesa María
Borisovna, a hacerlo de forma -y esto era lo principal- que todo, hasta la
entonación y la más leve sonrisa pudieran ser aprobadas por su marido, la
presencia invisible del cual parecíale presentir en todos los momentos de
aquella escena.
Cruzó, pues, algunas palabras con su antiguo amado y sonrió
tranquila cuando bromeó sobre la asamblea de Kachin, llamándola «nuestro
Parlamento» (era preciso sonreír para mostrar que había comprendido la broma).
En seguida volvióse hacia María Borisovna y no miró ya a Vronsky ni una vez más
hasta que él se levantó para despedirse, porque no hacerlo entonces habría sido
evidentemente una falta de consideración.