Allí, en el campo, sintiéndose en su lugar, jamás se
precipitaba y no se le veía nunca preocupado. En cambio, aquí andaba siempre
apresurado, como temiendo no tener nunca tiempo de hacer lo que llevara entre
manos, aunque casi nunca tuviera nada que hacer.
A Kitty le parecía casi un extraño, y la transformación que se
había operado en su marido despertaba en ella un sentimiento de piedad.
Nadie sino ella experimentaba, sin embargo, este sentimiento,
pues no había nada en la persona de él que excitara la compasión, y cada vez que
en sociedad había querido Kitty conocer la impresión que producía Levin en los
demás, pudo ver, casi con un sentimiento de celos, que no sólo no producía
lástima, sino que, por su honradez, por su tímida cortesía, algo anticuada, con
las mujeres, su recia figura y su rostro expresivo, se atraía la simpatía
general.
No obstante, como había adquirido el hábito de leer en su alma,
estaba convencida de que el Levin que veía ante ella no era el verdadero
Levin.
A veces, en su interior, Kitty le reprochaba el no saber
adaptarse a la vida de la ciudad; pero, también, a veces, se confesaba a sí
misma que le sería muy difícil ordenar su vida en la ciudad de tal forma que la
satisficiera a ella.
En realidad, ¿qué podía hacer? No le gustaba jugar a las
cartas. No iba a ningún círculo. ¿Tener amistad con los hombres alegres, ser una
especie de Oblonsky? Kitty sabía ahora que aquello significaba beber y luego,
una vez bebidos, ir Dios sabía adónde. Y ella nunca había podido pensar sin
horror en los lugares a donde debían ir los hombres en tales ocasiones. Tampoco
el « gran mundo» le atraía. Para atraerle habría debido frecuentar el trato de
mujeres jóvenes y bellas, cosa que a Kitty no podía en modo alguno gustarle.
¿Quedarse en casa con ella, con su madre y sus hermanas? Pero por muy agradables
y divertidas que fueran para ella estas conversaciones de Alin y Nadin, como
llamaba el viejo Príncipe a tales charlas entre hermanos, Kitty sabía que a su
esposo le habían de aburrir. ¿Qué debía, pues, hacer? Al principio iba a la
biblioteca para tomar apuntes y anotaciones, pero, como él confesaba, cuanto
menos hacía, tanto menos tiempo tenía libre, y además, se quejaba de que,
habiendo hablado de su libro demasiado, ahora tenía una gran confusión de
pensamientos y hasta había perdido para él todo interés.