SÉPTIMA PARTE
I
Más de dos meses llevaban los Levin viviendo en Moscú, y el
término fijado por los entendidos para el parto de Kitty había pasado ya, sin
que nada hiciera prever que el alumbramiento hubiera de producirse en un término
inmediato.
El médico y la comadrona, y Dolly y su madre y, sobre todo, el
mismo Levin, que no podían pensar sin terror en aquel acontecimiento, empezaban
ya a sentirse impacientes e inquietos. únicamente Kitty se sentía completamente
tranquila y feliz.
Distintamente sentía ahora nacer en sí un gran afecto, un gran
amor para el niño que había de venir, y, también, un gran orgullo de sí misma; y
se complacía en estos nuevos sentimientos.
Su niño, a la sazón, era, no sólo una parte de ella, sino que a
veces vivía ya por sí mismo, independiente de la madre. En estas ocasiones, con
el rebullir del nuevo ser, solía experimenter fuertes dolores, pero al mismo
tiempo gozaba con nueva a intense alegría.
Todos aquellos a quienes ameba estaban a su lado, y todos eran
buenos con ella, la cuidaban con tan tiernas solicitudes y se lo hacían todo tan
agradable, que a no saber que todo debía terminar muy pronto, Kitty no habría
deseado vide mejor y más agradable. Sólo una cosa le enturbiaba el encanto de
aquella vide: que su marido no fuese como ella le quería, que hubiese cambiado
tanto.
A Kitty le agradaba el tono tranquilo, cariñoso y acogedor con
que se mostraba siempre en la finca. En la ciudad, en cambio, parecía estar
siempre inquieto y preocupado, temiendo que alguien pudiera ofenderle o -y esto
era lo principal- ofenderla a ella.