Trató de considerarlo como una simple fórmula secundaria,
análoga a la de hacer visitas, pero tampoco esto pudo conseguir.
Respecto a la religión, Levin, como la mayoría de sus
contemporáneos, se hallaba en una situación indefinida. No podía creer, pero a
la vez no tenía la certeza de que la religión no fuese justa y necesaria.
Y por ello, incapaz de creer en la importancia de lo que hacía,
ni de mirarlo con indiferencia como mera formalidad, todo el tiempo que pasaba
estos días en la iglesia experimentaba cierto malestar y vergüenza. La voz de su
conciencia le decía que hacer una cosa sin comprenderla era una acción
deshonesta, una falsedad.
Durante los oficios religiosos, Levin, escuchaba las oraciones
procurando darles un significado no distinto de sus propias ideas, o,
reconociendo que no podía comprenderlas y que debía censurarlas, procuraba no
oírlas, abstrayéndose en pensamientos, observaciones y recuerdos que con
particular claridad pasaban por su cerebro durante aquella ociosa permanencia en
la iglesia.
Asistió a misa y vísperas, y, aquella misma tarde, a la lectura
de las reglas de confesión; al día siguiente, levantándose más temprano que de
costumbre y sin tomar su desayuno, fue a la iglesia a las ocho, a fin de
confesarse después de las oraciones matinales.
En la iglesia no había nadie, salvo un soldado, un mendigo, dos
ancianas y los clérigos.
Un joven diácono, de ancha y bien formada espalda bajo la leve
sotana, se acercó a Levin y, luego, acercándose a la mesita próxima a la pared,
comenzó a leerle las reglas.