En los años que corren, el valle de la Rambla no sufre mas
traqueteo que el de la labranza. Varias haciendas se disputan su posesión: una
tira de allá, otra de acullá; ésta se abriga y acurruca al pie del monte;
aquélla baja al río en graciosa curva, y todas, desde la cortesana y
presuntuosa, que llegada a las puertas de la población quiere entrar, hasta la
huraña y eremita que escala el monte con sus casas pardas, buscando la espesura
de los cedros, ya en espigas enhiestas, ya en maizales tupidos y ondulantes, en
cría robusta o en maderas ricas, pagan tributo opimo cada año. Nada más fértil
ni más alegre que ese valle, ora visto cuando comienza a clarear, ora en la
siesta o en el solemne instante del crepúsculo. La nieve de los volcanes, como
el agua del mar, cambia de tintes según el punto en donde está el sol; ya
aparece color de rosa, ya con blancura hiperbórea y deslumbrante, ya violada.
Muchas veces las nubes, como el cortinaje cadente de un gran tálamo, impiden ver
a la mujer blanca y la montaña que humea. Es necesario que la luz, sirviendo de
obediente camarera, descorra el pabellón de húmeda gasa para que veamos a los
dos colosos. "La mujer blanca" se ruboriza entonces como recién casada a quien
algún importuno sorprende en el lecho. Diríase que con la mórbida rodilla
levanta las sábanas y las colchas. No así en las postrimerías de la tarde: la
mujer blanca parece a tales horas una estatua yacente:
Cansado del combate
En que luchando vivo,
Alguna vez recuerdo con envidia
Aquel rincón oscuro y escondido.
De aquella muda y pálida
Mujer, me acuerdo y digo: