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I
El valle de la Rambla, desconocido para muchos geógrafos que no
saben de la misa la media, es, sin disputa, uno de los más fértiles, extensos y
risueños en que se puede recrear, esparciéndose y dilatándose, el espíritu. No
está muy cerca ni muy lejos: tras esos montes que empinan su cresta azul en
lontananza, no distante de los volcanes, cuyas perpetuas nieves muerde el sol al
romperlas; allí está. En tiempos tampoco remotos, por ese valle transitaban
diariamente diligencias y coches de colleras, carros, caballerías, recuas,
arrieros y humildes indios sucios y descalzos. Hoy el ferrocarril, dando cauce
distinto al tráfico de mercancías y a la corriente de viajeros, tiene aislado y
como sumido el fértil valle. Las poblaciones, antes visitadas por viajantes de
todo género y pelaje, están alicaídas, pobretonas, pero aún con humillos y
altiveza, como los ricos que vienen a menos. Restos del anterior encumbramiento
quedan apenas en las mudas calles caserones viejísimos y deslavazados, cuyos
patios, caballerizas, corrales y demás amplias dependencias indican a las claras
que sirvieron en un tiempo de paraderos o mesones.
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Consiga Juan, el organista de Manuel Gutiérrez Najera en esta página.
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