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¿Y por qué le llamaba todo el mundo y le llama todavía casi
unánimemente Juanito Santa Cruz? Esto sí que no lo sé. Hay en Madrid muchos
casos de esta aplicación del diminutivo o de la fórmula familiar del nombre, aun
tratándose de personas que han entrado en la madurez de la vida. Hasta hace
pocos años, al autor cien veces ilustre de Pepita Jiménez, le llamaban sus
amigos y los que no lo eran, Juanito Valera. En la sociedad madrileña, la más
amena del mundo porque ha sabido combinar la cortesía con la confianza, hay
algunos Pepes, Manolitos y Pacos que, aun después de haber conquistado la
celebridad por diferentes conceptos, continúan nombrados con esta familiaridad
democrática que demuestra la llaneza castiza del carácter español. El origen de
esto habrá que buscarlo quizá en ternuras domésticas o en hábitos de servidumbre
que trascienden sin saber cómo a la vida social. En algunas personas, puede
relacionarse el diminutivo con el sino. Hay efectivamente Manueles que nacieron
predestinados para ser Manolos toda su vida. Sea lo que quiera, al venturoso
hijo de D. Baldomero Santa Cruz y de doña Bárbara Arnaiz le llamaban Juanito, y
Juanito le dicen y le dirán quizá hasta que las canas de él y la muerte de los
que le conocieron niño vayan alterando poco a poco la campechana costumbre.
Conocida la persona y sus felices circunstancias, se
comprenderá fácilmente la dirección que tomaron las ideas del joven Santa Cruz
al verse en las puertas del mundo con tantas probabilidades de éxito. Ni
extrañará nadie que un chico guapo, poseedor del arte de agradar y del arte de
vestir, hijo único de padres ricos, inteligente, instruido, de frase seductora
en la conversación, pronto en las respuestas, agudo y ocurrente en los juicios,
un chico, en fin, al cual se le podría poner el rótulo social de brillante,
considerara ocioso y hasta ridículo el meterse a averiguar si hubo o no un
idioma único primitivo, si el Egipto fue una colonia bracmánica, si la China es
absolutamente independiente de tal o cual civilización asiática, con otras cosas
que años atrás le quitaban el sueño, pero que ya le tenían sin cuidado,
mayormente si pensaba que lo que él no averiguase otro lo averiguaría... «Y por
último -decía- pongamos que no se averigüe nunca. ¿Y qué...?». El mundo tangible
y gustable le seducía más que los incompletos conocimientos de vida que se
vislumbran en el fugaz resplandor de las ideas sacadas a la fuerza, chispas
obtenidas en nuestro cerebro por la percusión de la voluntad, que es lo que
constituye el estudio. Juanito acabó por declararse a sí mismo que más sabe el
que vive sin querer saber que el que quiere saber sin vivir, o sea aprendiendo
en los libros y en las aulas. Vivir es relacionarse, gozar y padecer, desear,
aborrecer y amar. La lectura es vida artificial y prestada, el usufructo,
mediante una función cerebral, de las ideas y sensaciones ajenas, la adquisición
de los tesoros de la verdad humana por compra o por estafa, no por el trabajo.
No paraban aquí las filosofías de Juanito, y hacía una comparación que no carece
de exactitud. Decía que entre estas dos maneras de vivir, observaba él la
diferencia que hay entre comerse una chuleta y que le vengan a contar a uno cómo
y cuándo se la ha comido otro, haciendo el cuento muy a lo vivo, se entiende, y
describiendo la cara que ponía, el gusto que le daba la masticación, la gana con
que tragaba y el reposo con que digería. |
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Fortunata y Jacinta - dos historias de casadas - Tomo I
de Benito Pérez Galdós
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