Todos los dineros que su papá le daba, dejábalos Juanito en
casa de Bailly?Baillière, a cuenta de los libros que iba tomando. Refiere
Villalonga que un día fue Barbarita reventando de gozo y orgullo a la librería,
y después de saldar los débitos del niño, dio orden de que entregaran a este
todos los mamotretos que pidiera, aunque fuesen caros y tan grandes como
misales. La bondadosa y angelical señora quería poner un freno de modestia a la
expresión de su vanidad maternal. Figurábase que ofendía a los demás, haciendo
ver la supremacía de su hijo entre todos los hijos nacidos y por nacer. No
quería tampoco profanar, haciéndolo público, aquel encanto íntimo, aquel himno
de la conciencia que podemos llamar los misterios gozosos de Barbarita.
Únicamente se clareaba alguna vez, soltando como al descuido estas entrecortadas
razones: «¡Ay qué chico!... ¡cuánto lee! Yo digo que esas cabezas tienen algo,
algo, sí señor, que no tienen las demás... En fin, más vale que le dé por ahí».
Concluyó Santa Cruz la carrera de Derecho, y de añadidura la de
Filosofía y Letras. Sus papás eran muy ricos y no querían que el niño fuese
comerciante, ni había para qué, pues ellos tampoco lo eran ya. Apenas terminados
los estudios académicos, verificose en Juanito un nuevo cambiazo, una segunda
crisis de crecimiento, de esas que marcan el misterioso paso o transición de
edades en el desarrollo individual. Perdió bruscamente la afición a aquellas
furiosas broncas oratorias por un más o un menos en cualquier punto de Filosofía
o de Historia; empezó a creer ridículos los sofocones que se había tomado por
probar que en las civilizaciones de Oriente el poder de las castas sacerdotales
era un poquito más ilimitado que el de los reyes, contra la opinión de Gustavito
Tellería, el cual sostenía, dando puñetazos sobre la mesa, que lo era un
poquitín menos. Dio también en pensar que maldito lo que le importaba que la
conciencia fuera la intimidad total del ser racional consigo mismo, o bien otra
cosa semejante, como quería probar, hinchándose de convicción airada, Joaquinito
Pez. No tardó, pues, en aflojar la cuerda a la manía de las lecturas, hasta
llegar a no leer absolutamente nada. Barbarita creía de buena fe que su hijo no
leía ya porque había agotado el pozo de la ciencia.